Felipe Larraín reembolsó este viernes parte del dinero que ocupó en su viaje a Harvard. Y acto seguido el ministro Chadwick comentó que era un gesto de buena fe.
Pero el ministro se equivoca.
Porque, una de dos: o Larraín tenía derecho a que el Estado le pagara el viaje -en cuyo caso no debe devolver nada-, o su viaje era privado -en cuyo caso debe devolverlo todo-. Así, entonces, el reembolso parcial de este viernes deja en el aire la pregunta:
¿Qué explica que un ministro -que, a juzgar por su declaración de patrimonio, no tiene problemas de dinero- haya empleado recursos públicos para asistir a una reunión de ex alumnos de Harvard?
Las explicaciones que dio son pueriles. Es obvio que la invitación no fue en su condición de ministro. Y ello, por la sencilla razón de que se le formuló, y él la recibió, antes de que lo fuera. Es verdad que en la Universidad de Harvard se agrupa gente muy inteligente; pero hasta ahora no se sabía que fueran, además, clarividentes y adivinos, rasgo este que les habría permitido invitar a Larraín en su calidad de ministro antes de que todos supieran, incluido él, que lo sería.
¿Qué le pasó a Larraín?
Lo que ha ocurrido a Larraín es, simplemente, una desorientación radical que suele afectar a alguna gente de la derecha y al piñerismo. Para advertirla conviene dar un breve rodeo por el concepto de habitus.
En la literatura sociológica se entiende por habitus la disposición inconsciente a comportarse de una determinada manera, una manera que es producto de la propia posición social, la clase o el estrato donde cada uno se sitúa.
El habitus (explica Bourdieu) modela hasta cierto punto la percepción del mundo.
Así, lo más probable es que una personalidad como Larraín, perteneciente a un grupo que por generaciones ha sido dominador y nunca dominado, sienta que el mundo es casi una extensión de sus redes y de su familia, de sus amigos, algo que se maneja con simple desplante. Es el problema del piñerismo: ser un conjunto de personas unidas no por ideas, ideologías o programas, sino por ese habitus de clase real o impostado.
Lo que ha ocurrido entonces es que Larraín (producto de su habitus) creyó que su condición de ex alumno de Harvard, sus vínculos familísticos y todos los cargos posteriores que ha recibido se fundían en una sola cosa: su personalidad, y atendido que exhibirla fuera de Chile acarrearía -¡cómo no!, piensa Larraín- prestigio para el país, ¿por qué sería malo que la visita se financiara con cargo a rentas generales?
Por eso los reclamos -dijo el ministro, mostrándose contrariado- son una pequeñez.
¿Lo son?
Desde el punto de vista del monto de dinero involucrado y en el mar de la caja fiscal, por supuesto que la suma gastada por Larraín para visitar a sus classmates es una pequeñez (aunque no tanto, a juzgar por el empeño que él ha puesto en no pagarla).
Pero cuando el acto del ministro se analiza desde el punto de vista de la visión del mundo social que ella supone -donde no hay distinción entre lo público y lo privado, donde, como lo ha hecho Larraín, hinchar el pecho y levantar la voz se cree suficiente para enmudecer la crítica-, no lo es.
Lo preocupante, entonces, no es la inconsistencia entre la austeridad que demanda la caja fiscal y el comportamiento del ministro: lo preocupante de veras es la desorientación, el malentendido vital y social que cada vez se insinúa más en el piñerismo, ese habitus que se reproduce una y otra vez.
¿En qué consiste?
Él consiste en creer -de manera inconsciente- que la propia personalidad, el desplante y la trayectoria familiar es suficiente para alcanzar la confianza ciudadana ¿Qué se creerán -debió pensar por eso Larraín- estos periodistas, esta gente que me cuestiona? ¿Acaso no saben quién soy, dónde me eduqué, la parroquia en la que rezo, los amigos que tengo, todos los cuales certifican mi honestidad?
Lo que Larraín no sabe -o no supo, porque ahora, sin duda, debe saberlo- es que en una sociedad democrática la fuente de la confianza no es la personalidad, sino el apego a las reglas. Y que el juicio que certifica que tal o cual autoridad es correcta y merece la confianza de todos no son los amigos sonrientes ni el círculo de classmates ni los colegas de toda la vida, sino los ciudadanos comunes y corrientes.
Los mismos que ahora miran estupefactos a Felipe Larraín, quien por no meterse la mano al bolsillo, de pronto pasó de ex alumno de Harvard a parecer un simple pícaro. (El Mercurio)