Si bien los republicanos se farrearon la oportunidad de redactar una Constitución de aceptación amplia, su propuesta incluía valiosas reformas al sistema político. Reformas que habrían reducido la caótica cantidad de partidos. También habrían cercenado el poder de los parlamentarios más díscolos y limitado las veces que se pueda ser presidente.
Si bien esa Constitución fue rechazada, sus reformas políticas siguieron dando vueltas. A comienzos de año, parecía haber un consenso transversal de que eran convenientes. ¿Un consenso hipócrita? El hecho es que ahora parecen lejanas. Urge revivirlas, para evitar más atomización (véase la exagerada profusión de partidos y de independientes que competirán en octubre) y para revisar la extensión del mandato presidencial, donde en Chile estamos en el peor de los mundos.
Es un mal sistema eso de que, si bien el presidente no se puede reelegir, puede volver a presentarse pasados cuatro años y después, una y otra vez. Un mal sistema porque hace que ronden expresidentes que inhiben el surgimiento de nuevos líderes. Por ejemplo, el Presidente Boric en teoría podría volver a ser presidente unas cinco veces más. Para la transmisión de mando de 2062 tendría 76 años, solo uno más que Michelle Bachelet en 2026.
En México, el presidente gobierna por un sexenio y de allí nunca más. Eso obliga a que surjan liderazgos alternativos. En Estados Unidos, el presidente puede sucederse a sí mismo, pero solo una vez. Cierto que, al ir a la reelección, tiene la ventaja de disponer del gasto fiscal. Pero los votantes suelen juzgar su primer cuatrienio con severidad. Además, lo juzgan mientras sigue él en el poder, y mientras viven ellos día a día bajo sus efectos.
Distinto es cuando los efectos de una presidencia se experimentaron hace tiempo. El pasado es borroso, y tendemos a idealizarlo, a olvidarnos de sus aspectos negativos. ¡Hay gente —yo a veces me incluyo— que siente nostalgia hasta por la pandemia! Es que sentimos nostalgia por el pasado, no solo porque hemos borrado mucho de lo malo, sino porque en el pasado éramos más jóvenes.
Esa nostalgia, que tiene mucho de trampa, de autoengaño, no puede no darse cuando en Chile se presenta a una elección un expresidente. Hay quienes piensan que Ibáñez ganó en 1952 en parte porque la gente se acordaba del precio del choclo en 1932. Semejante nostalgia podría darse con una nueva candidatura de Michelle Bachelet.
Su primer gobierno fue bueno, sostenido por grandes ministros. El segundo fue malo: para la economía, la educación y el sistema político. Pero el votante, al recordarlo, ¿cuánto entiende de lo que realmente ocurrió? ¿No era un período en que vivíamos contentos, en un país muy exitoso? Se dictaron nefastas reformas que frenaron la economía, pero sus principales efectos no se sentían todavía. Tampoco se sentían los golpes propinados a la educación. Tampoco la ingobernabilidad que produjo el cambio en el sistema electoral.
Somos muchos los que creemos que el estancamiento del Chile de hoy nace en ese segundo gobierno de Bachelet, en que, para acoger al PC, se abandonó la exitosa Concertación a favor de una Nueva Mayoría. Ahora dicen que se necesita que Bachelet vuelva, para preservar la coalición actual, para que el PC no se les vaya. ¿Pero eso por qué es bueno? ¿Para que haya otro gobierno malo como el actual o como el segundo de ella? Dice ella que busca “contribuir a la unidad del progresismo”, pero desde 2014, esa “unidad” ha provocado que el “progresismo” se rinda trágicamente ante la izquierda radical.
Bachelet dijo el lunes que anda “en otra en la vida”, y que “a la democracia le hace bien rostros nuevos”. Es como cuando decía en 2014, de sus potenciales ministros, que no iba a dejar que nadie —la expresión no es muy elegante— “se repitiera el plato”.
Mejor así, mejor incluso para ella. Mejor que nos llene de orgullo con sus notables desempeños internacionales. (El Mercurio)
David Gallagher