¿Es correcta esa decisión?
Para saberlo es necesario preguntarse en qué consiste la historia y cuál puede ser su valor.
Julián Marías, en uno de sus trabajos, sugiere que una de las características del individuo humano deriva del hecho de que no tiene naturaleza, sino historia. La frase, desde luego, no es original suya, puesto que está también en Heidegger y en Ortega, pero Marías la explica de un modo magistral.
Si usted, ejemplifica Marías, busca una definición de un animal, por ejemplo, un búho, se encontrará con un listado de propiedades y un cierto patrón de conducta que ese animal posee y repite. Y si busca una definición de piedra encontrará un conjunto de características inmutables. Pero si usted, concluye brillantemente Marías, quiere definir a Cervantes, está obligado a narrar una historia, a relatar un quehacer, a contar lo que Cervantes anheló y logró hacer, a dibujar una cierta peripecia envuelta en el tiempo. Y es que los individuos humanos y las sociedades son un cierto quehacer que reacciona frente a las circunstancias y así van configurando poco a poco su propia identidad. Y lo que vale para Cervantes, vale para usted. Si alguien le pregunta quién es usted y usted quiere responder de verdad esa pregunta, está obligado a contar su historia, lo que hizo y soñó, las circunstancias que enfrentó y que forjaron lo que ahora usted es. Por eso, decir vida humana y decir historia de vida es un pleonasmo, una redundancia. Y lo que se dice del individuo, se dice también de la sociedad.
Y es que el ser humano es un ser histórico.
Pero al ser histórico, el individuo humano, al revés de lo que pudiera pensarse, no está anclado en su pasado, sino que es capaz de reflexionar sobre él y hasta cierto punto configurarlo poco a poco. Desafiado a inventarse a sí mismo, a decidir lo que quiere ser o hacer, el individuo humano y las sociedades cuentan con el pasado como un repertorio de sentidos, de hechos y de acciones sobre los cuales reflexionar y en los cuales hincar los talones para empinarse hacia el futuro. Y es que el ser humano está lanzado al futuro, pero al mismo tiempo es legatario del pasado.
Y si bien nadie puede liberarse del pasado, la reflexión sobre el mismo que la historia, en cuanto disciplina, lleva a cabo, ayuda a los individuos y a las sociedades a comprender que nada hay en lo humano de definitivo y que, con frecuencia, lo que pasa por naturaleza es, en realidad, solo un momento histórico disfrazado de ella. Comprender que el quehacer humano varía con el tiempo, que es una improvisación que toca mil puertas y que la condición humana se desenvuelve de maneras diversas según cuáles sean los desafíos de la hora, es una de las lecciones que se aprenden mediante la reflexión histórica y es también una forma de aprender en qué consiste la libertad.
Por eso suprimir la historia —es decir, la reflexión crítica sobre el pasado como una de las disciplinas a la que los jóvenes deben estar sistemáticamente expuestos— no es una decisión puramente técnica, una medida que deba ser juzgada simplemente midiendo cuánto se optimiza el tiempo curricular. Ella es también una decisión acerca de cómo las nuevas generaciones se asoman a su propia identidad.
A la luz de lo anterior es fácil comprender que el ramo de Educación Ciudadana (cuya inclusión no obstante hay que celebrar) no logrará sustituir el papel público e intelectual que cumple la historia. Es cierto que un buen ciudadano debe conocer su historia; pero el empleo meramente instrumental de la reflexión histórica, así sea para fortalecer la democracia, no es lo mismo que pensar críticamente el pasado para, de esa forma, inmunizar a las nuevas generaciones de todo determinismo, que es una forma, quizá la más adecuada, de enseñarles la posibilidad, y el valor, de la libertad.
Las decisiones curriculares, es verdad, siempre son difíciles y están amenazadas por la sombra de la escasez. No se puede enseñarlo todo. Y por eso hay que escoger entre destinar tiempo a esto o aquello. Y, ya se sabe, escoger es siempre perder. Pero puestos a elegir qué perder quizá no sea del todo correcto elegir perder la historia porque, atendida la índole de la condición humana, ello podría equivaler casi a perderse a sí mismo.