Allá por los años 60 del siglo XIX, un liberal que fue tan amigo de la libertad como de aquellas manifestaciones de la igualdad -John Stuart Mill- escribió un libro que escandalizó a su época y en el que abogó por la igualdad de derechos de hombres y mujeres, especialmente en el campo político y laboral. En ese texto, Mill denunció lo que llamó «el sometimiento de la mujer» (título de su libro), y criticó también la sumisión femenina en el ámbito familiar y doméstico. «Los hombres -escribió- no solamente quieren la obediencia de las mujeres; quieren también sus sentimientos y su incondicional admiración. Quieren tener una sierva y una favorita, una esclava que además de someterse los ame y sacie también su apetito sexual». Peor incluso que la situación de un esclavo -insistió-, puesto que «las mujeres, viviendo en el mismo techo que sus maridos, solo pueden retirarse a sus aposentos con la venia de estos, que no tardan en hacerse presentes, también allí, para exigir satisfacción de lo que consideran un derecho y para la mujer un deber. Además, un esclavo puede cambiar de amo y tener la esperanza de conseguir uno mejor, algo que está vedado a la mujer casada».
Apenas tres años después de su publicación en Londres, «El sometimiento de la mujer» tuvo una inesperada y polémica traducción en Santiago de Chile. La hizo Martina Barros, sobrina del historiador Diego Barros Arana, y fue divulgada por entregas en la Revista de Santiago. ¿Podemos imaginar el escándalo que produjo esa traducción en la sociedad chilena de la segunda parte del siglo XIX, agudizado por el hecho de que Martina tradujo «subjection» no por «sometimiento», sino por «esclavitud», algo que indignó tanto a los varones chilenos de su tiempo como a sus propias congéneres, quienes hicieron el vacío social a tan atrevida traductora? Damaris Landeros, profesora en la Católica de Valparaíso, es autora de un ensayo sobre Martina Barros que forma parte del libro «Escritoras chilenas del siglo XIX». «Frenética», «extraña», «loca», «renegada de su sexo», «masona», fueron los epítetos que cayeron sobre Martina y otras de nuestras compatriotas que se atrevieron a encarar las injusticias y discriminaciones de su tiempo. Mientras en Inglaterra el voto femenino fue aprobado en 1918, las mujeres chilenas vinieron a votar por primera vez en una elección presidencial recién en 1952. Nuestros conservadores querían a las mujeres en sus casas, no en los locales de votación, y algunos izquierdistas temían que ellas votaran como sus maridos conservadores.
Y si los lectores me lo permiten, la hípica hizo también su contribución al voto femenino. Con ocasión del Derby de Epson de 1913, la sufragista Emily Davison se lanzó a la pista de carreras con una pancarta, siendo pasada a llevar por «Amneh», caballo de propiedad del rey. El jinete trató de esquivarla cuando la joven pasó bajo la palizada para tratar de colgar del cuello del caballo real una especie de bufanda alusiva a su causa. Emily quedó malherida y murió a los pocos días.
Ejemplos como esos deberían ser tenidos en cuenta hoy para ejercer un derecho por el que otros y otras fueron antes pisoteados.