Una foto rápida de las elecciones muestra al centroderechista ex Presidente Sebastián Piñera como ganador en la primera vuelta. Pero, visto su ajustado 36.6 %, la tiene difícil en la vuelta que viene. No le bastará con sumar el 7.9% de José Antonio Kast, testimonial candidato de la derecha “dura”.
La explicación de todo está en el laberinto de las izquierdas gobernantes. Esas que iniciaron la transición, envejecieron en el poder y hoy están desgastadas. Como las penas con cargos son menos, sus dirigentes se resignaron al “ninguneo” que Michelle Bachelet les propinó en su primer Gobierno. Para sobrevivir, en el segundo, aceptaron un cambio de alto riesgo: dar pocos minutos de juego a la Democracia Cristiana, centrocampista tradicional; incorporar al siempre disciplinado Partido Comunista y coquetear con los jóvenes jacobinos del Frente Amplio (FA).
Los gastados dirigentes quisieron creer que el objetivo único de ese cambio era derrotar a Piñera. Es decir, se hicieron los zonzos o no asumieron que el PC chocaría con la DC. Peor aún, no entendieron que los jóvenes del FA llegaban para “sanear la política”, tras auscultar la mala opinión sobre los incumbentes y mirarse en el espejo español del Podemos. De hecho, sus fundadores habían llegado a la Cámara de Diputados pidiendo reducir las altísimas remuneraciones que se hacen pagar todoslos honorables.
El objetivo de parar a Piñera está funcionando en la aritmética. Al 22.7 % del periodista Alejandro Guillier –candidato oficialista– podría sumarse la notable votación de la candidata del FA y periodista Beatriz Sánchez (20.2%), y también la escuálida votación (5,8%) de Carolina Goic, la candidata de la DC. Este otrora poderoso partido superó, apenas, a las candidaturas izquierdistas juguetonas de Marco Enríquez-Ominami (5.7%), Eduardo Artés (0.5%) y Alejandro Navarro (0.3%), quedando al borde de un colapso italiano.
Pero, políticamente hablando, la suerte no está echada. Gracias a su sorprendente musculatura, el FA tiene hoy una llave maestra, que lo habilita para dar la victoria de Guillier o a Piñera, en la segunda vuelta. Es una encrucijada estratégica, en la cual sus diversos componentes deben definir si les conviene asumir la responsabilidad de un Gobierno continuista de Guillier o resignarse a un Gobierno débil de Piñera, para dar el salto directo a La Moneda en cuatro años más.
La duda de Aylwin
Es un lindo pasatiempo para historiadores definir si en el origen de este proceso hubo o no una decisión estratégica de Bachelet. Los políticos del establishment –derechas e izquierdas unidas– tienden a creer que no. Que los estropicios sistémicos y el auge del FA se deben solo a su falta de oficio político. En esto los acompaña el patriarcal Patricio Aylwin, desde el más allá. En 2005 dijo que “Michelle es una mujer enormemente simpática, pero tengo dudas de su formación para un cargo como la Presidencia”.
Los opinólogos tienden a confirmar esa dulce condena. Al efecto, mencionan un largo prontuario presidencial: desinformación sobre problemas importantes, opción por los leales sobre los inteligentes, equipos técnicos de bajo nivel, corrupción en la administración pública, reformas desprolijas, ausencia en los temas estratégicos de la política exterior, decisiones que se postergan sine die y, como remache, los “gustitos” que Bachelet se ha dado. Aquí mencionan su controvertida visita de homenaje a Fidel Castro y su política disimuladamente punitiva hacia las Fuerzas Armadas.
En síntesis, los expertos no conciben que exista método en la chapuza. Es decir, que desde el fondo de su alma ideológica, a Bachelet le importe un bledo dañar el sistema “neoliberal” que recibió. Sin embargo, es muy posible que, en este mundo de mercados invasivos, corrupción ecuménica e ideologías fracasadas, ella asumiera un modelo desafiante: de estirpe castro-bochevique, tal vez rústico, pero por cuenta propia. Manejándolo con terquedad y guiada por su intuición –o “mi sentido”, como dice ella–, ha desplazado a los políticos más cuajados y ha prescindido de los tecnócratas más conspicuos.
Sabe que sus reformas, aunque desprolijas, amarrarán el desempeño de cualquier futuro gobernante. En paralelo, si bien toleró la captura del Estado por los operadores de sus partidos, tal vez previó que así se debilitarían ante la opinión ciudadana. Por algo, su primer Gobierno marcó el fin de la Concertación y el segundo está siendo el del fin de la Nueva Mayoría, sucesora de la anterior. En esa línea, quizás piensa que los jóvenes del FA vienen al rescate de su modelo ideológico, como la caballería de las viejas películas norteamericanas.
El dilema de Piñera
La clave estaba en la lealtad bacheletiana con las ideas, héroes y memorabilia de las izquierdas sesentistas. Castro, Guevara y Ho Chi Minh, junto al tema del género –con el “todos y todas” como gancho semántico–, configuran la base de su legado en trámite. Ese legado será interesante, pero a su manera. Más por default que por tesis o por destino manifiesto. Y, si se agregan los datos dramáticos de su biografía personal, lo seguro es que su entrada en las enciclopedias tendrá más caracteres y espacios que la de Ricardo Lagos, su ex jefe y creador.
Por lo señalado, hoy suena francamente ridículo ese mantra indulgente de los veteranos de la Concertación, cuando trataban de enterrar sus errores: “Hay que cuidar a la Presidenta”, decían. Era un proteccionismo machista y desubicado, para sugerir que ahí estaban ellos, los políticos de verdad, para guiarla y rectificarla. Nunca captaron que Bachelet se cuidaba sola ni que, como Presidenta, era ella quien debía cuidarnos a los chilenos.
Piñera, cuya inteligencia y rapidez mental se reconocen, hoy debe saberlo mejor que nadie: el adversario que siempre tuvo al frente no fue Guillier ni Sánchez, sino Bachelet. Quizás resienta que no se considere la asimetría obvia, en cuanto a “formación para el cargo”. Pero así es la vida y su rivalidad mutua pasará a la historia como la clásica de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez.
Concluyendo: la segunda vuelta electoral solo aparentemente será un duelo entre un destacado periodista y un ex Presidente de la República. El duelo real y al mismo tiempo simbólico, será entre Piñera, un político pragmático y sistémico y Bachelet, una romántica de la revolución. (El Mostrador)
José Rodríguez Elizondo