Hace más de una década, el sueño de un Chile desarrollado comenzó a desvanecerse. El estancamiento económico rompió el contrato tácito entre política, empresarios y ciudadanía que se había sostenido en la promesa de movilidad social: Chile dejaría atrás la pobreza para convertirse en un país de clase media.
Durante los primeros 20 años de democracia, esa oferta se materializó. La movilidad social transformó vidas, creó expectativas y consolidó una clase media que, aunque cargada de deudas y exigencias, veía un horizonte claro de progreso.
Sin embargo, cuando el crecimiento se detuvo, la confianza en el relato del desarrollo comenzó a desmoronarse. En paralelo, la colusión empresarial, el financiamiento ilegal de la política y otros abusos agudizaron la percepción de que el crecimiento económico estaba al servicio de pocos empresarios mientras que la mayoría pagaba los costos. Así fue como, de virtuoso, el crecimiento se transformó en uno de los villanos del estallido de 2019.
Tras despertar de la pesadilla pandémica y del fracaso constitucional, ya sin la liquidez de los retiros previsionales, con alta inflación, bajo crecimiento y una informalidad laboral al alza, la ciudadanía volvió a mirar con buenos ojos el desarrollo económico.
“¿Dónde está la esperanza?”, me han preguntado últimamente. La respuesta es que la narrativa del crecimiento ha vuelto a ser virtuosa. La gente quiere emprender, cree más en el esfuerzo propio que en la redistribución para mejorar sus condiciones de vida, aspira a mejores sueldos y empleos, y ansía un mercado nuevamente vigoroso.
Complementariamente, en algo que pocos habrían anticipado, el empresariado ha ganado confianza en una sociedad que, cansada de promesas políticas vacías, reconoce, o quiere reconocer en ellos, la palanca central del crecimiento. Los últimos años han demostrado muy concretamente que sin crecimiento cualquier promesa de movilidad social es insostenible.
Este escenario es distinto al que predominaba en 2019 y durante buena parte del primer proceso constituyente. Ahora, se presenta como una oportunidad y también una responsabilidad para el empresariado. En medio del descrédito de la política, quieran o no, los empresarios tendrán que asumir un rol protagónico y empujar al sistema político a hacer las reformas necesarias para satisfacer las expectativas de una ciudadanía que exige que el crecimiento económico vuelva a ser una prioridad.
Visto así, para que esta expectativa no se convierta en un bumerán, el empresariado deberá aceptar que las esperanzas están puestas en un repunte del crecimiento, pero no como un fin en sí mismo, sino como un medio para fortalecer la cohesión social y mejorar las condiciones de vida.
También, que el poder económico, al igual que el político, debe tener límites. El dinero no es patente de corso para justificar lo injustificable, como intentó hacer Marcela Cubillos en su errónea defensa de la libertad. Al respecto, poco se ha escuchado al empresariado estos días. La oportunidad está: ¿villanos o redentores?
Cristián Valdivieso
Director de Criteria