Sacerdotes emblemáticos acusados de los crímenes más viles; colusión en las empresas, corrupción en el Ejército, en Carabineros, en el Poder Judicial y en la fiscalía. Instituciones fundamentales de la democracia, como partidos políticos y Congreso, resquebrajados y despreciados por la ciudadanía. Ciudadanía, a su vez, indolente frente al destino de la polis y al destino compartido. Narcotraficantes que se apoderan de la ciudad y entierran a sus muertos literalmente en gloria y majestad, bajo la protección de las fuerzas de orden. Dos récords nacionales para enorgullecerse poco: país con el más alto consumo de marihuana en adolescentes y el índice más alto de todo el mundo (74,3%) de niños nacidos fuera del matrimonio, los cuales, en un porcentaje alto, se verán privados de la contención que entrega la presencia permanente de padre y madre. Niños en situación de calle o a cargo del Estado mal tratados y, en varios casos, asesinados bajo su protección.
Las respuestas frente a estas situaciones, por lo general, se reducen a propuestas legalistas: cambiemos la ley o, mejor incluso, la Constitución Política, o el sistema económico, y de allí vendrá, una vez más, “el hombre nuevo”, ese por el cual matamos, ese que siempre defrauda y jamás llega.
No cabe duda de que las instituciones importan y que ellas inducen comportamientos y conductas. El problema es que la ley jamás puede identificar toda la gama infinita de conductas posibles y reglarlas. Dada la profundidad y la extensión de los conflictos que enfrentamos, ha llegado, creo yo, la hora de plantear la pregunta más políticamente incorrecta concebible: ¿Es posible vivir en una sociedad abierta sin un acuerdo sustantivo respecto al bien y al mal?
Pues bien, una de las características de la modernidad es la existencia de sociedades donde coexisten diversas creencias y opiniones. En este sentido, la idea de una sociedad monolítica, donde una sola cosmovisión se pueda imponer sobre todas, es una creencia generalmente resistida, porque vulnera la autonomía moral de las personas y se les conculca su derecho a perseguir sus propios intereses, de acuerdo con un juicio personal de lo que es bueno y conveniente; sofoca la creatividad y la experimentación en los procesos de construcción de la identidad, y lleva a un conformismo degradante. Esto ha llevado a la creencia de que el concepto del bien debe ser construido cotidianamente por cada individuo, sin que sea dable establecer parámetros objetivos de ninguna especie para diferenciar entre el bien y el mal, por haberse eliminado una de las características de toda cultura, cual es la jerarquización de valores éticos. De este modo, todos los criterios tienen supuestamente igual validez y todos son indistintos e intercambiables.
El problema, explica Peter Berger, es que toda sociedad debe tener zonas de conducta que no estén afectas a cuestionamientos, y espacios en que las personas puedan actuar en forma automática sin que sea menester una reflexión previa.
Por otra parte, no es menos cierto que un régimen de libertad no es compatible con el relativismo ético. Todo parece indicar que la existencia de reglas morales compartidas es un requisito para que la sociedad moderna, la democracia y el mercado funcionen, pues de otro modo se aumenta la necesidad de regularlo todo por ley, con lo cual se reducen los márgenes de libertad. Michael Novak temía que el relativismo moral, “ese gas invisible, inodoro, letal que contamina las sociedades modernas”, podría significar que la prosperidad y la libertad fueran simplemente un paréntesis o una aberración histórica, y que cayéramos, una vez más, en el reino de la tiranía, porque, según él, la libertad requiere de una fundación moral, y como el pulmón necesita el aire, la libertad necesita la virtud. (El Mercurio)