El rector Carlos Peña ha intentado explicar el reciente fracaso del Gobierno ante el Tribunal Constitucional (TC), en lo relativo a la glosa presupuestaria para la gratuidad en educación superior, como resultado de la “obstinación” de la Presidenta de la República.
Y para diferenciar “obstinación” desde lo “individual” y lo “colectivo”, recurre a Hesse, según quien dicha conducta consiste en obedecer al «propio sentido”, lo que valora; y a Weber, que, rechazándola, la redefine como “convicción” o ese “apego irrestricto a un cierto objetivo final con desprecio de las consecuencias que se producen al perseguirlo a ciegas”. Así, el obstinado o convencido de un solo objetivo creería que “la única forma de medir el resultado final de su acción sería el logro de la meta a su vista”, frente a la cual, “todo lo demás importa poco o nada”.
Tales afirmaciones, empero, no parecen reparar en que la Presidenta no ha mostrado hasta ahora sino, quizá, hasta un exceso de flexibilidad, comportamiento distinto al de la obstinación si hemos de seguir las propias definiciones de Peña. En efecto, sobre este mismo tema –para no referirnos a otros– la Mandataria ha pasado de proponer en su Programa original la gratuidad para el 70% de los estudiantes más vulnerables, para seguir hasta el 100% de los educandos, reduciéndolo luego, por razones de “realismo”, al 60%, al 50% y, ahora, hasta un eventual 20% de los estudiantes vulnerables del CRUCh, para así acatar el fallo del TC.
Durante el largo proceso de reforma, el Gobierno también ha ajustado sus posiciones desde la idea de costearla vía becas a la demanda, hasta financiar a las instituciones educacionales, pues, para la izquierda, las becas no constituirían “gratuidad”, ya que al financiar a los estudiantes se “corre el peligro” de que varios centenares de miles de los beneficiados opten por IP, CFT con fines de lucro (permitido por la ley) o por universidades privadas, sin la acreditación suficiente. A mayor abundamiento, costear la demanda puede terminar financiando, con nuestros impuestos, las ganancias de dueños de establecimientos que no garanticen estándares mínimos de calidad.
De allí, pues, la postura de avanzar hacia una educación superior pública, sin fines de lucro, que asegure calidad mínima a todos sus estudiantes y, por cierto, gratuita, dado que es un derecho y no un bien de consumo, entregando esos recursos a las universidades públicas, o con al menos tres años de acreditación y sin fines de lucro, las que, al quedar con “la sartén por el mango”, podrán entonces discriminar sin problemas (no pueden recibir al 1,2 millón de estudiantes terciarios) porque no dependerán del “capricho” de estudiantes que andan por ahí con la marraqueta de la beca bajo el brazo.
Pero como “otra cosa es con guitarra”, la “tosca realidad” jurídica, política y económica ha obligado al Gobierno y la Mandataria a ir adecuando su meta original de alcanzar al 70% o al 100% de los estudiantes, hasta llegar al punto en que nos encontramos, no por la obstinación presidencial, sino justamente por su flexibilidad para adecuarse a los diversos escenarios surgidos como consecuencia de las múltiples y complejas variables en juego, la falta de estudio y antecedentes, los apresuramientos y las convicciones ideológicas, pues, dado que la polémica política amenaza con extenderse ad infinitum, Bachelet, como cualquier persona con sentido común, ha terminado intentando materializar, aun cuando sea en parte, la promesa de favorecer al menos a una porción de los estudiantes vulnerables.
Pero dado que, de acuerdo a la Constitución, no es posible discriminar a los establecimientos terciarios en aportes públicos destinados a estudiantes vulnerables –es decir, afectar el derecho de aquellas instituciones que no cumplen con los requisitos discrecionales presentados en la glosa y el de los educandos a su educación– el Gobierno debe ahora buscar una fórmula que les beneficie a todos por igual, o que, mediante un modelo de “discriminación positiva”, apunte a financiar solo a las universidades propiedad del Estado, lo que disminuiría aún más el número de favorecidos, pues en ellas estudia apenas el 20% de estos educandos vulnerables.
La oposición, por su parte, bajo el principio de que, tratándose de un derecho social, el Estado no puede discriminar con sus aportes entre estudiantes de una misma condición, pero, al mismo tiempo, dicha igualación no debe afectar la libertad de educación ni de oferta educacional, ha conseguido una victoria político-ideológico-jurídica relevante, en la medida que, si bien el TC ha declarado constitucional la vía de la glosa para asignar los recursos dispuestos para proporcionar esta educación –aunque no necesariamente de calidad–, declaró admisible el reclamo en un área sensible para el actual Gobierno: la discriminación o desigualdad de trato subsumida en la glosa a través de las exigencias que imponía a las universidades públicas o privadas sin fines de lucro para recibir estos recursos escasos.
Y aun cuando el oficialismo reclame que en este caso se trata de “discriminación positiva”, lo cierto es que el TC golpeó “bajo la sentina” un valor que para el Gobierno ha sido primordial: la igualdad, al punto que ciertos sectores han vuelto a poner en duda la legitimidad de dicho Tribunal, calificándolo como “tercera cámara”.
La conducta de la Presidenta, no parece, pues, “obstinación”, sino más bien “convicción” respecto de una meta social que, por lo demás, es compartida por la enorme mayoría de los chilenos –más allá de las fórmulas que se elijan para este propósito y la difícil ingeniería de conciliación de múltiples intereses– y que, en este caso, vía ensayo y error, se ha buscado materializar con gran flexibilidad. Ha sido más bien la “obstinación” ideológica de partidos y organizaciones políticas de todos los colores, la que ha limitado un acuerdo racional en torno al tema, porque es evidente que si el Gobierno concurriera al Congreso con un proyecto que utilice los 500 mil millones de pesos destinados al efecto, para complementar las becas existentes y las que se entreguen este año, aquel sería aprobado mayoritariamente, favoreciendo al doble de educandos que beneficiaba la rechazada glosa, aunque, por cierto, sin el voto de la izquierda (nueva y vieja) que entiende que financiar la demanda es mantener el sistema educacional chileno bajo el imperio del “repugnante mercado”.
Se cumpliría así la “obstinada” meta de la Presidenta de dar gratuidad, beneficiando al doble de familias (unas 450 mil), las que podrían contar con la tranquilidad de la educación de sus hijos, redireccionando esos recursos a otras necesidades; y se le daría al Congreso un año más para discutir con calma un proyecto sistémico que encuentre fórmulas para que la meta de la gratuidad y la educación como derecho se haga posible, aunque sin perder de vista el derecho constitucional de libertad de educación y de libre oferta educativa, con el propósito de no entregar al Estado el monopolio de la formación de los jóvenes, manteniéndolo en las familias.
Por cierto, en tal caso, la oposición terminaría haciéndole un gran favor a la popularidad de la Presidenta, en la medida que casi medio millón de hogares de capas medias sentiría en 2016 el alivio de tener asegurada la educación de sus hijos, más allá de que aquella se haya entregado vía el “inmundo mercado” o a través del sabio, ético y correcto Estado.
Es cierto, como señala Peña, en la esfera política o colectiva, el obstinado arriesga no ser un buen político, pues la política es un quehacer social que exige negociación y, esta, acatar la imposibilidad de lograr el 100% de lo negociado, pues aquello es imposición. Sin embargo, Peña se equivoca al afirmar que el empleo del pronombre «yo» más de lo necesario, sería signo de “obstinación”. Muchos líderes, cuya terquedad es reconocida e indubitada, usan el “nosotros” como intento de universalidad para sus ideas propias. Al menos Bachelet es sincera al apuntar a sus metas como personales, confirmando esa postura que –según ha trascendido– la llevó a aceptar volver a ser candidata: terminar de conseguir aquellos objetivos que no logró en su primera Presidencia y que, transformados en su Programa, implican no solo racionalidad sino también mínima lealtad con la palabra empeñada para alcanzar una sociedad más parecida a Finlandia, para algunos de sus aliados, o a Venezuela, para otros.
Parece innecesario discutir que las lealtades de los partidos de la NM con la Presidenta distan mucho de ser incondicionales y más bien ha sido el Programa y las diversas interpretaciones de centro izquierda e izquierda dura de sus titulares, lo que se ha transformado en el nuevo Libro Rojo, especialmente para quienes buscan un modelo tipo venezolano, con “retroexcavadora”, y que, desde los cambios en Educación, intentan la demolición y reconstrucción completa del modelo de convivencia social.
Finalmente, por cierto que en democracia los rivales cobran los errores, uno de los cuales, la experimental búsqueda de una educación superior como derecho, gratuito y de calidad, le está costando tan caro a la Presidenta. Pero, más que por sus supuestos ideologismos, el costo proviene de asesorías político-partidistas que presionan en direcciones divergentes y que la obligan a una permanente flexibilidad para mantener la unidad y llegar a puerto. Dichas obstinaciones, por lo demás, seguirán en la polémica que viene, pues libertad e igualdad suelen aparecen como valores incompatibles, pero que bien pueden superarse con pragmatismo, ingenio y, sobre todo, buena voluntad en función de metas nobles, como tener una educación gratuita, de calidad y universal.
Es, pues, perfectamente posible avanzar con menores dificultades hacia la gratuidad total –al tiempo que se mejora la fiscalización sobre los recursos entregados– si, por ahora, se mantiene el financiamiento a la demanda, lo que, por lo demás, asegura la libertad de elección de la educación que cada beneficiario quiere, así como la de cátedra, de creación y origen de las instituciones terciarias que aseguran esa libertad individual, tan propia de un colectivo social democrático y plural. Las grandes y reconocidas universidades chilenas, públicas o privadas, no deben temer a la competencia de las menores, si el Estado asegura control y fiscalización de la calidad en todas ellas. Así, la Presidenta, con seguridad, podría tener un 2016 con cifras de popularidad muy superiores a las actuales.