Se está convirtiendo en un peligroso lugar común afirmar que la democracia atraviesa un mar tormentoso a lo largo del mundo. El populismo latinoamericano -en aparente retirada, pero por nuestra historia sabemos que deviene en eterno retorno- ha sido una cara en la región, con su contraparte en la Europa mediterránea y otra distinta, aunque en el fondo parecida, con nuevos populismos de derecha en otra parte de Europa (por cierto no hay que arrojarlos a todos al mismo canasto). Colofón de este paisaje ha sido el proceso electoral norteamericano con el fenómeno Trump, aunque no hay que ignorar en esta clasificación a Sanders -que puede dejar herida de muerte a Hillary para noviembre-, el que con lenguaje un poco más sofisticado -por cierto, un talante más austero- responde al mismo grito de protesta radical dentro de la tradición norteamericana.
Producto de ello es que se habla con insistencia de la crisis de la democracia en todo el mundo donde ella existe; en estas últimas semanas en las páginas editoriales de los principales diarios han aparecido artículos que expresan alarma por el tema y a veces resignación. Recordemos que es el único modelo político con ideas universales que subsiste; la práctica en la mayoría de los países sin embargo es de sistemas autoritarios de diversa laya. ¿La crisis implica el comienzo del fin de la democracia?
Se olvida que la crisis es parte sustancial -no adjetiva- de la democracia. Porque consiste precisamente en darles rostro a las falencias -o que se cree que lo son- de la política democrática. Esta es esencialmente un caminar al borde del abismo porque sale a luz con más nitidez la parte de fractura que siempre caracteriza la sociedad humana junto al cemento que la sostiene. El debate público y sus a veces interminables demandas exigen que a través de un ordenamiento legal y constitucional se logre la «felicidad» sobre todo material. Vale decir, el que la Constitución respectiva garantice los «derechos sociales» implica que por medio de las leyes exista un país desarrollado.
Otra cosa es que la democracia moderna no aparece como un régimen deseable si no está acompañado con la evolución hacia la relativa igualdad social y mejoría económica. La distinción es básica y más todavía para un país como Chile, que parece encontrarse en una encrucijada entre retomar un camino de posible maduración, o regresar a la civilización frustrada que quisiera marcar a fuego el espacio latinoamericano.
Así en el mundo la historia de la democracia moderna se la puede identificar como la historia de su crisis. La más espectacular y dramática fue el desafío totalitario, ya que combinó una competencia dentro de cada país entre modelos antagónicos con rivalidades entre potencias que lo representaban; la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría la epitomizaban. En la actualidad la crisis proviene de un desgano relajado entre otros fenómenos en nuestra región, y en los países paradigmáticos de Europa y EE.UU., en que se desperfilan los partidos políticos tradicionales de cualquier color.
En Chile por añadidura emergió una crisis autoinfligida, muy en la línea tradicional de la primera etapa latente de las convulsiones, de rebelión de los notables de la clase política e indiferencia de otros. Ha sido un poco resultado de exceso de logros no bien asimilados, como de veleidades de hijitos de su papá que sobrevienen de manera colectiva, con algo del regusto de un mayo de 1968 parisino sin el humor de este último. Lo que nos distingue es que podemos retomar el camino que no es senda de perfección, sino que un sortear escollos fatales. ¿Seremos capaces de ello? (El Mercurio)
Joaquín Fermandois