De forma remota en el Palacio Pizarro de Lima, el Presidente Xi Jinping observará el evento, por medio del cual la naviera basada en Shanghái aportará una de las mayores obras de infraestructura crítica de China en la región, otorgando así una posición ventajosa en la costa americana para sus flotas de carga, pesqueras y, quizás, militares.
No asistirá al encuentro de la APEC el Presidente ruso, Vladimir Putin, cuyos viajes están limitados por las persecuciones penales en su contra, mientras que el Primer Ministro de Japón, Ishiba Shigeru, muy debilitado por los resultados de las últimas elecciones, aún no ha confirmado su asistencia. El mandatario de Estados Unidos, Joe Biden, anunció su participación en el marco de lo que parece una gira de despedida —que lo llevará también al G20 de Río de Janeiro— y aún bajo la sombra del desastroso desempeño de su partido en los comicios del martes.
Será inevitable, entonces, centrarse en la presencia de Xi e interpretarla como una forma de ratificar el interés de China de seguir aumentando su huella en Latinoamérica a través de inversiones y comercio. Algo positivo en lo inmediato, pero cuyas implicancias van más allá de lo netamente económico, como pronto veremos con Donald Trump en la Casa Blanca.
Entre sus promesas de campaña, el próximo presidente de Estados Unidos anunció victorioso que iba a relanzar la guerra comercial con nuevas alzas de aranceles para productos chinos, en respuesta a lo que considera una competencia desleal del gigante asiático, debido a los subsidios o estímulos directos que reciben sus empresas y por el robo de propiedad intelectual.
En tal sentido, América Latina podría ser, perfectamente, uno de los campos de batalla de esa guerra por la masiva presencia económica de China, tal como ocurrió durante la primera administración del republicano. En abril de 2019, el entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, alertó a toda la región desde Santiago de Chile sobre el peligro que representaban los “capitales corrosivos” y desalentó al gobierno de Sebastián Piñera a permitir que Huawei levantará la red 5G. “China y Rusia aparecen en la puerta, pero una vez que entran a la casa, ponen trampas, ignoran las reglas y propagan el desorden”, explicó Pompeo para incomodidad de su anfitrión.
Presiones en este sentido podrían repetirse, afectando a quienes tienen a Beijing como primer socio comercial o a quienes incluso admiten puertos como Chancay, lo cual no augura tiempos fáciles, aunque aun así pueden identificarse cursos de acción favorables. Uno, algunos países van a tener que diversificar seriamente sus mercados de exportación, reduciendo dependencias que hoy los hacen vulnerables ante cualquier decisión política o económica de China (ojo con el ejemplo de Australia). Dos, gobiernos latinoamericanos confiables podrían captar beneficios creando espacios para inversionistas estadounidenses interesados en garantizar o acercar cadenas de suministros, a través del nearshoring y el friendshoring. Tres, es momento de explicarle a Washington que una buena forma de evitar que le lleguen más migrantes, si es eso lo que realmente quiere, es ayudar a generar oportunidades de trabajo en los países de origen.
En un mundo en el que la competencia estratégica entre Estados Unidos y China —junto a su socio Rusia— solo se acrecentará, no sirve insistir en no alineamientos o esconderse bajo etiquetas como el Sur Global (ambos funcionales a las potencias autocráticas que sí han demostrado ser un riesgo global para las democracias). Es más razonable desarrollar estrategias de inserción internacional que concilien intereses comerciales, valores políticos y esferas de influencia para evitar dilemas como el actual. En especial, porque Trump 2.0 parece no querer competir con China como Biden, sino más bien ganarle, desde Shanghái hasta Chancay.
Juan Pablo Toro
Director ejecutivo de AthenaLab