Erupción-Joaquín Fermandois

Erupción-Joaquín Fermandois

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El estallido, ¿fue una protesta dolorida por un orden social en que detrás de la máscara de prosperidad parcial se escondía la persistencia de la miseria y desesperanza? Cuando se desmenuzan los problemas y desgarros de Chile en comparación con el mundo ancho y ajeno, no existe casi nada que sea particular de este país. Es la razón por la que no parece convincente esa percepción del origen del estallido.

Conjeturo una respuesta. Sencillamente, los chilenos no soportaron el shock cultural de la modernización, reacción no única de este país pero que aquí provocó sucesivamente embobamiento y erupción (y después un retroceso horrorizado). La explicación iría en tres direcciones. La primera, que la modernización fue incompleta. No fue Corea del Sur, por dar un punto de referencia, aunque allí de los 1960 a los 1980 hubo bastantes sismos sociales. Tuvimos brincos antes impensados, pero no somos ejemplo de desarrollo consumado; ningún país latinoamericano lo es. La segunda, es la aplicación de la fecunda observación de Tocqueville, resumida en la fórmula “mientras el yugo es más liviano deviene más insoportable”. Cuando las cosas mejoran existe un momento de desajuste porque se perciben en toda su profundidad las carencias anteriores, reventando la cólera por todas las carencias que restan. Es la mecha que encendió muchos cataclismos revolucionarios de la modernidad.

La tercera dirección me parece fundamental. Nuestro estallido constituyó un mayo de 1968 multiplicado, ese arquetipo de revuelta cultural. Si en pocas semanas se había olvidado, en términos simbólicos ha llegado a representar mucho al mundo de los 56 años transcurridos desde entonces. En Chile tuvo una extensión mayor en el tiempo y en la violencia indiscriminada, como en un amplio apoyo en la población, antes que esta retrocediera sobre sus pasos. Las formas de la rebelión fueron políticas, manifestaciones masivas, violencia generalizada; grito indisimulado al que tantos se sumaron desde la nada, de que caiga el gobierno legalmente constituido.

El trasfondo fue cultural. En las décadas anteriores, bajo la experiencia de lo que se llamó “malestar con la política”, que asomó en los 1990 y solo se fue intensificando, existía algo más vasto que tiene que ver con un vaciamiento de convicciones acerca de lo público. La prosperidad sin más genera ensimismamiento en lo individual —distinto a lo personal, que es la persona, el titular de la libertad en sentido prístino—, y afloja las energías éticas y el sentido de responsabilidad sin el cual lo político no puede existir. Es uno de los subproductos de la existencia del fervor paneconomicista, como sería mejor llamar a eso que se dice neo-liberal, celebración del culto al dinero, o lo que popularmente se denomina capitalismo, siempre apetecido pero que jamás será amado.

Este se expresa con la contracultura, hija de la cultura de masas, fenómeno muy distinto a la cultura popular. Esta última poseía la espontaneidad de la creación a lo largo del tiempo. Siempre interactuaba con la alta cultura, compenetrándose mutuamente. La cultura de masas y su expresión de voluntad de poder, la contracultura, abandonando su misión de ser una de las voces de una sociedad autocrítica en que consiste la moderna democracia, se constituyen en un arsenal de autodestrucción.

Las urgencias prácticas y la resaca de la ebriedad despertaron a Chile, no necesariamente de la buena manera. Entre tanto, el país, en vez de experimentar una catarsis, quedó simplemente a la deriva, arrastrado por corrientes que envuelven a moros y cristianos. Llora a gritos una respuesta desde la gran política. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois