¿Es posible hacer algo con los narco-brutalistas?

¿Es posible hacer algo con los narco-brutalistas?

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Sería ingenuo desconocer la intensidad del lenguaje de Trump respecto a México. Es dura y estridente. En todo caso, de poco sirve quejarse. Responde a la realidad política surgida en EE.UU. tras su elección. Además, hay cuatro problemas, tan objetivos como abrumadores, que marcan a fuego la relación bilateral, proyectan influencia regional y traccionan dicha intensidad: el flujo de drogas, la migración descontrolada, el lavado de dinero y el contrabando de armas.

Quien conozca esta laberíntica proximidad entre México y EE.UU. sabrá que su vástago se llama relación compleja. Es decir, se trata de vecinos especiales y con vivencias de todo tipo, donde ha habido, por cierto, esfuerzo de pragmatismo. Es decir, intentos reales para evitar un descalabro.

Esta relación compleja se ha alimentado de muchas fuentes. De una amplia gama de intereses comunes o compartidos (de la más variada naturaleza) a ambos lados de la frontera y de un intenso lobby por promover la interacción poblacional en ambos sentidos. Por eso, esta relación se refleja en un sur estadounidense cada vez más chicanizado y en un norte mexicano cada día más interesado en seguir la compenetración con gringolandia.

Pero no todo es un jardín de rosas. Es una relación plagada de ambigüedades, altibajos y socarronería de lado y lado. Por eso, la brusquedad de Trump ha despertado sensibilidades algo virulentas, saltando la pregunta obvia: ¿Sobre qué bases se puede construir un nuevo pragmatismo y evitar que la relación se descarrile? La memoria histórica no ha muerto y las turbulencias de los años previos a la Revolución Mexicana perviven en el recuerdo colectivo, provocando nerviosismo. La verdad es que sólo a partir de la “institucionalización de la revolución” en México, es decir, desde la entronización del PRI (y la llegada de un sagaz embajador, llamado Dwight Morrow) se dio comienzo en los años 20 a lo que se denominó “entendimientos informales”.

Con tales entendimientos, Morrow y el presidente Plutarco Elías Calles sentaron las bases pragmáticas para esa relación compleja, dando por superadas las turbulencias previas. Varias habían sido muy dolorosas. Por ejemplo, aquella protagonizada por el “general de todos los Ejércitos”, John Pershing (Black Jack), quien, con más de 10 mil soldados, penetró cientos de kilómetros de territorio mexicano persiguiendo al escurridizo Pancho Villa. Fue en febrero de 1917. Tres años antes, tropas estadounidenses habían ocupado el puerto de Veracruz, dejando una estela de humillaciones.

Ocurre que ahora, en las reacciones frente a los anuncios de Trump se percibe demasiado nerviosismo. Hay cuestiones objetivamente nimias, que han sido innecesariamente magnificadas. Por ejemplo, haberse escandalizado con la decisión de cambiar el nombre de golfo de México a golfo de América. Fue una reacción vitriólica, sin la menor incidencia política. Es obvio, diferencias toponímicas siempre ha habido y harto más dificultosas. Basta ver las Falkland/Malvinas.

Además, fue una reacción desconectada de la propia realidad doméstica. El mejor ejemplo es el que se corresponde con la denominación de un río fronterizo, con más de 3 mil kilómetros de extensión y que los mexicanos nombran Río Bravo, mientras que los estadounidenses, Río Grande. No hay registros de que esta diferencia de denominación haya provocado alborotos en la relación bilateral. Ni en el siglo XIX ni en el XX.

La diferencia toponímica de este río pone sobre la mesa la desmesura con que se reaccionó por lo del golfo. Resulta que los woke identitarios mexicanos ni siquiera se dieron el trabajo, a inicios del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, de buscar un posible nombre indígena para aquel cauce fluvial. No se observó disposición a “recuperar la memoria ancestral”, pese a la existencia de un nombre en lengua navajo. Pero claro, las tribus navajas habitan territorio imperialista. Ante tal dilema, AMLO (si es que alguna vez pensó en este asunto), prefirió mantener la denominación castiza.

Luego, el descubrimiento ahora en marzo de un campo de exterminio de las bandas narco en una localidad cerca de Guadalajara, llamada Teuchitlán -ofreciendo un alucinante espectáculo de horror-, ha añadido un componente nuevo a la complejidad bilateral. Ahora queda claro que los asuntos de violencia, audibles desde México, no son asuntos esporádicos ni folklóricos ni ingeniosos rompecabezas sociológicos, como los narcocorridos o la narco-religión. No. Ahora hay evidencias de prácticas cavernarias incompatibles con la buena vecindad. Y, lo que es peor, en los próximos meses quedará en claro la altísima probabilidad de que a las autoridades mexicanas les resulte imposible esclarecer el asunto. El país está presentando demasiadas fallas, y muy graves, en materia de gobernabilidad.

Aún más. Las estadísticas sobre criminalidad organizada muestran tendencias al alza muy negativas. Se dice que, a lo menos, medio millón de personas están vinculadas de manera estable y directa al narcotráfico, sea como soldados, sicarios o parte de las estructuras corruptas. Es una cifra que supera a la de efectivos del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional sumados. También se dice que un tercio del territorio está controlado por el crimen organizado. Y a esta constelación de problemas se añade la presencia de carteles mexicanos en Centroamérica, Países Bajos, Bélgica, España, e incluso en países asiáticos.

Por lo tanto, el México post-AMLO llega a esta nueva fase de la relación bilateral con escasa musculatura. Es un período que no ha pasado en vano, llevando la corrupción y el deterioro de las políticas públicas, especialmente a niveles paupérrimos, oxidado la cualidad de actor internacional de México. Los asesinados o desaparecidos durante los seis años de AMLO superaron los 60 mil. Con Claudia Sheinbaum van más de 4 mil desapariciones registradas en poco más de 100 días.

El narco mexicano ha estado dando saltos abismantes y evidentemente peligrosos. Ya hicieron costumbre sus ataques, por ejemplo, a todos y cada uno de los ejercicios electorales, los cuales, en teoría, están llamados a servir de instrumento de recambio democrático ante situaciones de dificultad o cuando determinadas élites fracasan. El listado de candidatos asesinados en todos los niveles de representatividad ciudadana aumenta año a año con tendencia irreversibles. Con ello, deslegitiman las autoridades electas y despliegan una estrategia para el control territorial.

Se sabe de manera irrefutable que la nocividad de su modus operandi está siendo copiada con rapidez en otros países de la región. Ya no queda país inmune. Aprendieron que, por esa vía, inhiben la voluntad de participación y de preocupación ciudadana por los asuntos públicos, desmotivan las vocaciones por la labor policial (tanto represiva como de inteligencia) y las investigaciones judiciales. De paso, advierten los costos que tiene el ejercicio inquisidor de la opinión pública. Aquello de que los medios y las redes sociales son el rostro de una democracia, suena algo trágico en México por la cantidad de periodistas asesinados: 47, durante los años de AMLO, dicen los más comedidos.

Teuchitlán ha venido a instalarse entonces como un claro ejemplo del brutalismo que azota al país. Esa podría ser una descripción vívidamente descarnada y espeluznante de cómo se desenvuelve el narcotráfico en México por estos días. Y como Teuchitlán parece haber superado ampliamente a las fuerzas del Estado, se puede hablar de un panorama brutalistaUn calificativo que entronca con exactitud con el título de una película muy exitosa, y reciente, que, si bien está referida a cuestiones arquitectónicas de grandes dimensiones, tiene una carga semántica estremecedora. Representa lo descomunal.

¿Merecen el trato de terroristas los líderes de la criminalidad organizada? Esa es la gran pregunta que ha lanzado Trump y que pende ahora sobre México. Será clave en esta nueva fase de la relación bilateral compleja.

Ahora, con Teuchitlán sobre los hombros (y no sería sorprendente la aparición de otros campos de exterminio similares próximamente), México parecería condenado a dar un giro histórico. Lidiar con el narco-brutalismo será tan prioritario como ineludible. Por fortuna, un ejercicio muy instructivo para los demás países de la región. (El Líbero)

Iván Witker