Esa fiebre que no cesa

Esa fiebre que no cesa

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El 5 de enero, desde estas mismas páginas critiqué la decisión del Presidente Boric de otorgar el indulto a 12 personas que cumplían condena por delitos cometidos durante el llamado “estallido social” y a una más acerca de la cual, no obstante haber sido ratificada su condena por la Corte Suprema, al Presidente le asistía la convicción de que era inocente.

Mi crítica iba dirigida justamente a esta última afirmación, hecha pública por el Presidente después de haber decidido el indulto. Dije que con ello él se colocaba en la posición de sustituir al Poder Judicial. Un error sin duda gigantesco si sólo había sido producto de la impericia, o un desafío a las instituciones de la República si había sido premeditado.

Lo que no se me ocurrió criticar, por estar fuera de toda crítica, era la facultad presidencial de conceder la gracia del indulto a quien él estimase. Se recordaba por esos días que tal potestad era un resabio medieval, propio de épocas en que el soberano no era el pueblo sino el príncipe que concentraba todos los poderes del Estado, incluido el del castigo y el perdón. Seguramente tenían razón quienes así opinaban, pero traerlo a colación como una crítica a la decisión del Presidente simplemente no venía al caso. Sin perjuicio de su origen, o aún de su buena o mala aplicación, lo único cierto es que la facultad del indulto era y sigue siendo una potestad que la Constitución concede exclusivamente al ciudadano que ejerce la presidencia de la República.

Eso era lo único que no cabía discutir. Y sin embargo fue lo único que se terminó discutiendo.

En las semanas posteriores, además de las inmoderadas declaraciones del Presidente con relación a uno de los indultados (Jorge Mateluna), se conocieron los prontuarios de por lo menos otras dos personas (Brandon Rojas y Luis Castillo) y las recomendaciones de no concederles el indulto emitidas oportunamente por Gendarmería de Chile, junto con recomendaciones en el mismo sentido referidas a otros ocho de los indultados. Desde luego eso daba lugar, y muy razonablemente, a criticar el buen criterio y aún la templanza del presidente al concederles el indulto. Yo mismo, ese 5 de enero, manifesté que pensaba que su decisión había obedecido a la necesidad de hacer un gesto hacia su ala izquierda antes que a motivos humanitarios. A la necesidad de demostrarle a su gente que no los había abandonado; que seguía siendo el mismo a pesar de que, como gobernante, debía actuar con realismo político. Señalé que, aunque no compartía la medida, debía admitir que era un gesto que revelaba intencionalidad política, análisis, y que, si bien iba a tener costos, seguramente el Presidente los había asumido conscientemente como contrapartida a la necesidad de mantener contenta a su gente cuando su gobierno comenzaba ostensiblemente a cambiar de rumbo.

Y sí tuvo costos: el Presidente debió reconocer “desprolijidad” en sus funcionarios y cesó en sus funciones a su ministra de Justicia y a su jefe de gabinete, este último quizás el costo más alto, dada su cercanía con Matías Meza-Lopehandía. Se trataba de riesgos y costos políticos asumidos y aceptados. Y la crítica de esas decisiones, riesgos y costos constituyen el diálogo político propio de una democracia: la exposición de aciertos o errores mostrados públicamente para que, finalmente, el soberano, el pueblo, decida cuando llegara el momento electoral.

Lo único que debía quedar fuera de ese diálogo era la presunción de inconstitucionalidad de la actuación del Presidente. De su derecho constitucional de indultar según su propio criterio y aún de equivocarse en esa decisión, algo que pueden y deben censurar sus críticos.

Era lo único que no cabía discutir y fue lo único que se terminó discutiendo.

Lo fue porque parlamentarios de oposición decidieron presentar un requerimiento ante el Tribunal Constitucional para declarar la inconstitucionalidad de siete de esos trece indultos. ¿Por qué la crítica opositora no se concentró en el error político del Presidente y eligió cuestionar su probidad, acusarlo de hacer trampas a la democracia? ¿Por qué ignorar el diálogo democrático que exige considerar al detractor como a un igual, para recurrir a la acusación más feroz que contempla nuestra institucionalidad democrática y que, al descalificar a ese adversario, deja de considerarlo un igual? ¿Por qué? La única respuesta posible es que se debe a que la oposición, o la mayoría de ella, sigue afectada por la fiebre desatada por la llamada “crisis social” y actúan, ahora que son oposición, de la misma afiebrada manera que actuaron quienes ahora gobiernan cuando ellos eran los opositores.

El martes pasado el Tribunal Constitucional rechazó el requerimiento. Fue un fallo dividido porque los ministros tendieron a actuar en bloque de acuerdo con sus afinidades políticas, aunque por lo menos en una ocasión ese bloque se rompió. Los ministros del Tribunal tendrán que dialogar con su consciencia para elucidar la calidad de sus decisiones ante una cuestión que, a primera vista, parecía no admitir mayor controversia. Lo que queda, sin embargo, es un fallo previsible. No sólo por la composición del Tribunal, cada vez más politizada, sino también porque era el más razonable.

Una vez acordado el fallo, un senador de Renovación Nacional afirmó “Respetamos lo que ha dictaminado el Tribunal Constitucional, pero sabemos que, ante los chilenos, el Presidente Gabriel Boric no actuó bien. Los indultos, si bien son una facultad presidencial, no se pueden ejercer de cualquier manera, no puede ser arbitraria, tiene que tener elementos de buen juicio”. Y una senadora de la UDI explicó: “El tema queda resuelto con el fallo del Tribunal Constitucional. Pero al menos una puede decir que políticamente no se ejerció esta facultad con la prudencia que se requería frente a la grave crisis de seguridad que vive el país”.

Sólo queda preguntarse ¿Por qué, entonces, no criticaron el mal juicio y la imprudencia del Presidente? ¿por qué no utilizaron las armas del diálogo político en lugar de la descalificación suprema que es la acusación constitucional? ¿Por qué, en suma, se dejaron llevar por esa fiebre que parece que todavía nubla visión de los políticos? (El Líbero)

Álvaro Briones