Hay eventos que a uno lo hacen sentirse miserable; hechos ante los cuales aquello que uno cree importante, y en lo que invierte sus energías, se yergue en contraste como insignificante, pedestre, mezquino. Es lo que ocurre cuando irrumpen la enfermedad o la muerte, o cuando estalla un incendio, un terremoto, una inundación. Es lo mismo que sucede en estos días ante la masacre de París.
En los días que vienen surgirán voces llamando a cerrar fronteras, expulsar a los extranjeros, separarse del mundo árabe y, como en las Cruzadas, dar la guerra al islam. Es el tipo de respuesta a la que los humanos nos hemos visto tentados desde nuestros orígenes. Me refiero a la confusión del extranjero con el enemigo, del diferente con el impuro, del que tiene dudas con el hereje, del pecador con el demonio, del cambio con el Apocalipsis. Depositar el mal en un agente externo para sentirnos libres de culpa es algo que a duras penas logramos contener, pues está inscrito en lo más profundo de nosotros. No es extraño, por ende, que tal tentación brote ante acontecimientos como la carnicería de París -aunque lo mismo ocurre ante sucesos más prosaicos y cotidianos como, entre otros, los que han conmocionado últimamente a nuestros núcleos dirigentes.
En un breve artículo de 1915, escrito en plena guerra, Freud se preguntaba por qué personas cultas, racionales, nobles, se lanzan a matarse entre ellas sin respeto alguno por las normas éticas que dicen defender, y si acaso esto puede ser desterrado. Su respuesta es perturbadora. A su juicio, no hay manera de desarraigar la violencia y la maldad, pues responden a «mociones pulsionales» que están en «la esencia más profunda del hombre». De hecho, se requiere de un esfuerzo colosal para que el individuo no caiga en el «ejercicio brutal de la violencia», o más trivialmente, en el fraude, el egoísmo o la codicia.
Los dos mecanismos primordiales para contener las pulsiones «malas» y transmutarlas en «buenas» -por ejemplo, la crueldad en compasión, la violencia en creatividad, o la voracidad en altruismo- son el erotismo, en el plano individual, y en el plano social, la compulsión que ejercen la cultura y la educación. Su sujeción, sin embargo, es continuamente desbordada, pues el individuo vuelve una y otra vez a dar rienda suelta a esas necesidades originarias que habían sido sofocadas o inhibidas, como lo vemos con las guerras y el terrorismo, o con la corrupción y los desfalcos. Esto no debiera desilusionarnos, afirma Freud, pues si sentimos que alguien ha caído más bajo de lo que suponíamos imaginable, es «porque nunca se había elevado tanto como creíamos»; pero debiera enseñarnos que «el hombre rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es ‘bueno’ en esta relación, ‘malo’ en aquella otra, o ‘bueno’ bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente ‘malo'».
Si ante la masacre de París se impone, como después de las Torres Gemelas, la guerra contra el «imperio del mal», sería un triunfo formidable del fanatismo terrorista, cuya base es precisamente el maniqueísmo entre «el mal» y «el bien». El mal en realidad no surge de la derrota del bien, sino del fracaso del pensamiento, como dijera Hannah Arendt; y esto vale tanto para el islamismo radical como para los actos de corrupción o colusión. Por lo mismo, en lugar de satanizar a los culpables y emborracharse con invocaciones morales, hay que aplicar la ley y la justicia, y reponer la reflexión y la desconfianza insobornable hacia el hombre, para de este modo restituir -usando las palabras de Emmanuel Carrère- «el calor del cuerpo, el sabor agridulce de la vida, la maravillosa imperfección de la realidad».