Un niño de cinco años, de abuela chilena, sobrevivió a la matanza del teatro Bataclan de París. Se escurrió entre los cuerpos de las víctimas, entre ellos el de su propia madre, que alcanzó a cubrirlo cuando empezaron los disparos. El niño perdió a su madre y a su abuela en minutos: alguien lo vio deambular como un fantasma por la calle trasera del teatro convertido en trampa mortal y lo entregó a la policía.
Dicen que no hablaba, ni gritaba, ni lloraba; solo avanzaba en medio de la noche, en ese viaje al fondo de la noche en que se convirtió París en esas interminables horas de terror y de espanto. Cómo no pensar en él en estos días en que los adultos que tienen el poder toman decisiones que determinarán el curso de la historia de los próximos años. Cómo no pensar en otros niños corriendo entre los escombros de ciudades sirias bombardeadas o en los hijos de los náufragos inmigrantes que navegan a la deriva en las costas del Mediterráneo.
Son los niños convertidos en espectros de sí mismos, son los hijos de nuestros desastres, los desastres de una historia contada por unos idiotas (para parafrasear el final de «Macbeth» de Shakespeare). ¿No fue un idiota, un borracho shakesperiano, G. W. Bush cuando ordenó invadir Irak arrastrando a Occidente al laberinto de un mundo que desconocía y despreciaba desde el fondo de su soberbia puritana? ¿No son idiotas todos los jefes de Estado que con sus omisiones o errores incendian la pradera del mundo? Ellos han convertido al mundo en un inmenso Le Bataclan, en que los inocentes están en medio del fuego cruzado, sin mucha escapatoria. Todos estamos encerrados en ese fatídico teatro del horror.
¿Y quiénes son estos yihadistas inmisericordes que, dopados de drogas especialmente fabricadas para bloquear toda emoción o dolor (incluyendo un islamismo de internet como un opio más), son capaces de matar civiles desarmados y a cara descubierta? Ellos son los Frankenstein salidos de los laboratorios de la política apocalíptica de Occidente, la misma de donde salieron los hornos crematorios, la bomba de Hiroshima, Osama bin Laden. ¡Bienvenidos al megateatro Bataclan-Occidente, donde se asesinan la inocencia, la bondad, la ética, la clemencia todos los días! La llamamos también «democracia», pero como dijo Rimbaud, el niño genio que también escapó de la trampa mortal, al centro de ella «alimentaremos la más cínica de las prostituciones».
¿Adónde huir, cómo salvarnos del fuego cruzado? La única luz que veo al fondo de este túnel oscuro, en el que se escucha llorar a los seres humanos anónimos, es la de ese niño sobreviviente de ese fatídico viernes en París. Solo un niño puede salvarnos. Y por eso pienso en El Principito de Saint-Exupéry. Lo veo salir con su capa azul machada de sangre y su mirada extraviada, incrédula, lo veo buscando el verdadero punto de fuga, fuera de este planeta en llamas. ¿Se acuerdan del desesperado llamado del autor al final del libro «El Principito» para que cualquiera que hubiera visto regresar a su amiguito desaparecido en el desierto se lo comunicara? Su llamado está más vigente que nunca. No podemos dejar al niño mago irse muy lejos de aquí. Si todos los niños como él abandonan este milagroso planeta a la deriva, habrá que buscar la vida en otra parte. Porque la vida aquí será inviable, manejada por los industriales y traficantes de la muerte.
No hay tiempo que perder. Hay que caminar detrás del niño que salió del teatro Bataclan con el alma perforada por los disparos. Por esas heridas en algún momento entrará la luz. Como entró la luz a raudales en esa carta del joven francés que perdió a su mujer y les escribe a los asesinos en un lenguaje que ya no es de este mundo. Ellos son los Principitos del siglo XXI, un siglo en el que los monarcas del país de la infancia deberán quitarles el poder a los reyes dementes, los «adultos». Solo entonces escucharemos crecer la hierba en esta larga noche, entre las ruinas.