Lo que habitualmente se designa como eutanasia no corresponde a su verdadero significado. El vocablo proviene del griego (ef) “bien” y (thanatos) “muerte”, y denota “el buen morir”, aquel que ocurre sin dolor ni otros síntomas atormentadores. La palabra eutanasia revela un deseo, una aspiración de que, llegado el momento, tengamos una buena muerte. “Nada mejor puede el hombre pedir, en suerte a sus dioses, que una buena muerte” (Posidoppos, s. III a. C.). La palabra no alude a procedimiento alguno.
En rigor, no es correcto utilizar la palabra eutanasia para referirse al acto destinado a poner fin intencionalmente a la vida de una persona que, en razón de un sufrimiento intolerable, lo solicita a un tercero habilitado. Tal acto, allí donde existe una ley que lo permite, es un suicidio médicamente asistido.
Existen numerosas formas no intencionadas de muerte eutanásica, espontáneas o naturales: un sujeto que muere durante el sueño; o el abuelo que, previendo su muerte cercana, se despide cariñosamente de sus hijos y nietos y muere en paz. Un caso opuesto es el del anciano, aparentemente sano, que no deseaba seguir viviendo y fue sometido a suicidio asistido.
Por su parte, pacientes terminales son aquellos que padecen una enfermedad irreversible que compromete gravemente todo su organismo y para la cual no existe tratamiento específico; su muerte se espera en horas o días. En ellos se practica la limitación del esfuerzo terapéutico; en tales casos “la ciencia debe dar paso a la caridad”, solía decir el profesor Alessandri. En vez de persistir hasta el fin de sus días con terapias complejas y excepcionales, en acuerdo con la familia, se suspenden los métodos extraordinarios de tratamiento, manteniendo al paciente con medidas médicas básicas y de enfermería. No existe la intención de terminar con su vida, sino dejar que la naturaleza siga su curso inevitable.
Contrariamente, el empecinamiento terapéutico mantiene inútilmente al enfermo terminal con terapias complejas que en sí mismas agregan sufrimiento. Cada caso clínico debe ser considerado en su propio mérito y particularidades. En las decisiones de tal importancia deben participar médicos no vinculados al caso clínico.
Debido al extraordinario progreso farmacológico y tecnológico y en rehabilitación, los pacientes que en rigor y eventualmente solicitan el suicidio médicamente asistido serían infrecuentes. Muchos enfermos que yacen en casa con enfermedades crónicas e invalidantes carecen de ayuda médica, cuidados paliativos y rehabilitación. No es extraño que manifiesten deseos de morir al sentirse abandonados e, incluso, desestimados por sus cercanos y la sociedad.
El suicidio médicamente asistido genera requisitos y riesgos propios de la denominada “pendiente resbaladiza”: el sutil debilitamiento de la relación médico-paciente, al restituir al médico el poder del chamán sobre la muerte; la decisión de la autoridad sanitaria de no invertir suficientemente en cuidados paliativos a domicilio debido a su costo; la comercialización del procedimiento; la interferencia indebida de la familia; la libertad de conciencia de los médicos, etcétera.
Para los médicos, el suicidio médicamente asistido transgrede una tradición milenaria emanada del Juramento Hipocrático, que señala taxativamente: “A nadie daré una droga mortal, aunque me lo pida”. A juicio de la antropóloga Margaret Mead, este juramento significó una revolución para toda la humanidad en tanto separó por vez primera los poderes del chamán de las del médico.
En principio, la muerte provocada con intención por terceros es moralmente reprobable. No obstante, sabemos que la sociedad la acepta en situaciones excepcionales. Lo que es reprobable es quitar la vida ajena sin estar bajo la presión de una necesidad imperiosa. (El Mercurio)
Dr. Alejandro Goic G.