Francisco (1936-2025)

Francisco (1936-2025)

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Si Benedicto XVI fue el Papa intelectual, alguien empeñado en argüir a favor de la verdad en la que confiaba, y quien subrayaba una y otra vez que el cristianismo era una religión ilustrada, Francisco prefirió mostrar la eficacia práctica de las verdades de la fe. Si el primero confiaba en el rigor de la letra, el segundo prefirió el gesto y la conducta, y en materia de ideas, una cierta ambigüedad. Se esforzó por una Iglesia más inclusiva y habló una y otra vez del cambio climático y de los migrantes, y se abrió —aunque sin zanjar ninguno— a los temas más controversiales de la Iglesia, el término del celibato, la participación de los divorciados en la vida de la Iglesia, los gays, el reconocimiento y sanción de los abusos sexuales.

Al abrirse a todos esos temas —“¿quién soy yo para juzgar?”, dijo cuando se le consultó por los gays—, lo animaba, es probable, un ánimo más pastoral que doctrinario, el anhelo de ampliar la base de la Iglesia y la confianza de los fieles. No es casualidad que haya sido él quien canonizó a Pablo VI, el Papa del Concilio, y que, al igual que él, y a su modo, haya tratado de abrir la Iglesia al mundo, aunque no en el sentido, como queda dicho, de relativizar la tradición, sino en el sentido de entender que ella puede estar expuesta a dudas y a debates; que, si se puede negar el error, no es posible obviar las dudas. En ese sentido, practicó en los hechos —no siendo él particularmente intelectual— el famoso discernimiento jesuítico.

Permitió la participación de las mujeres en actos y reuniones tradicionalmente reservados a los hombres; sugirió que quizá podría ordenarse a hombres casados de vida irreprochable para servir en regiones remotas; permitió que se bendijera a las parejas del mismo sexo; no dejó dudas que los hijos de las parejas transgénero podían ser bautizados y las personas transgénero podían ser padrinos, y no respaldó el negar la comunión a los políticos que abogaban por la permisión del aborto. Pero no fue siempre consistente, como lo prueba el hecho de que se opuso a leyes italianas en favor de las personas LGBTQ. Tuvo en todas esas materias una cierta ambigüedad, pero quizá también era una muestra de la paciencia que la lenta y larga historia de la Iglesia le enseñaba.

De alguna manera, el Papa Francisco practicó el viejo principio de la Iglesia Católica de acoger al pecador y rechazar al hereje, aceptar la transgresión siempre que ella no incluya discutir la verdad revelada. Esa característica suya fue, tal vez, la fuente de la que bebieron una y otra vez sus críticos más conservadores, que vieron en él a alguien dispuesto a relativizar la tradición e incluso dejar en suspenso algunas verdades, a cambio de que la Iglesia no se despoblara. Pero tampoco satisfizo del todo a los más liberales, puesto que si bien se abrió a todos los temas, hasta entonces verdaderos tabús, no se pronunció derechamente en ninguno.

Y si Juan Pablo II venía de la Europa cuya fe alguna vez quiso ser ahogada, Francisco provino de una región, y de un país, donde el populismo está fuertemente enraizado en la cultura pública. Es probable que rasgos de ese populismo —un leve paternalismo en el tratamiento de las masas y los problemas que las aquejan— haya asomado en su pontificado, en el que hubo más gestos antiaristocratizantes que ideas. Y algo de esa tradición asoma también en el innegable anticapitalismo que expuso en “Laudato si’”. Al ser latinoamericano, fue parte de la Iglesia que debió vérselas con la dictadura, en este caso, la dictadura argentina, donde la Iglesia, a diferencia de lo que ocurrió en Chile, tuvo un papel menos relevante en la defensa de los perseguidos. La sombra de la dictadura lo persiguió hasta el final, cuando se recordaba que siendo líder de los jesuitas no protegió a dos de ellos que fueron secuestrados y torturados, con uno de los cuales nunca logró reconciliarse.

En la hora de su muerte, es inevitable compararlo con quien lo precedió —y quien vivió cerca suyo luego del retiro—, Ratzinger. Ambos representan hasta cierto punto el dilema de la Iglesia que hasta hoy la acompaña: la del pastor que acoge a todos y no se cierra por principio a nada, y se esmera por evitar que la Iglesia se despueble, y la de quien afirma con brillantez la verdad incluso si con ello se transforma en minoría. Como quien dice el rigor alemán enfrente del sincretismo latinoamericano. (El Mercurio)

Carlos Peña