En varias reflexiones anteriores he aludido a la crisis de las democracias representativas en todo el mundo occidental, la que es particularmente aguda en nuestro país. A la hora de evidenciar las causas de esta crisis generalizada, se nos hizo presente la tesis de “La decadencia de occidente” que Spengler planteó hace más de un siglo y que se puede resumir en una sola afirmación rotunda: las civilizaciones mueren cuando fracasan ante un nuevo desafío que emerge de su propia evolución. Como sería demasiado largo y tedioso consolidar este postulado repasando el trance de muerte de todas las civilizaciones que ha conocido la historia de la humanidad, limitémonos a constatar que la Greco–Romana murió, tras un milenio y medio de trayectoria, porque fue incapaz de asimilar a las muchedumbres de bárbaros que invadieron su ámbito geográfico.
Nuestra civilización Judeo–Cristiana–Occidental está enfrentando, y naufragando, ante el desafío de imponer un código de derechos humanos individuales en un mundo cuya estructura no está preparada para ello. El ideal de universalizar el respeto irrestricto a los derechos humanos es una meta tan noble y elevada que, muy explicablemente, nunca antes se la había propuesto una civilización. Pero estamos comprobando que, políticamente hablando, el mundo democrático no está preparado para aspirar a ese logro sin gravísimos conflictos que no sabe cómo resolver. Y esos conflictos derivan de que todos los derechos penales del mundo se basan en el principio de vulnerar los derechos humanos de los delincuentes y reconocer como insalvable las trabas geopolíticas que impiden el libre tránsito de los individuos.
El respetar los derechos humanos no puede implicar el desconocer la necesidad de fijar con precisión la frontera entre esos derechos y el de los estados a castigar los delitos y a proteger sus fronteras. El mundo no está preparado para ejercer justicia sin privar de derechos humanos a los infractores de sus leyes ni está preparado para dar libre acceso a todo el que pretenda vulnerar las fronteras políticas entre estados. Este último punto es especialmente delicado, porque el sentido común y toda la trayectoria histórica de la humanidad demuestran que ese libre acceso es imposible y que, cuando se vulnera, puede llevar al colapso de países que no tienen cómo sustentar una inmigración masiva e indiscriminada. Por eso es que todavía no existen los países democráticos que abdican del derecho a calificar y limitar la inmigración.
Ahora bien, una de las proposiciones que baraja la propuesta constitucional en que Chile está empeñado es la de privar al estado del derecho a calificar y cuantificar el ingreso de extranjeros, lo que implica exigencias administrativas sustanciales. El que esa proposición esté incluida en el proyecto constitucional no puede significar otra cosa que proviene de enemigos internos del país que buscan formas de debilitarlo hasta su consumación. En el actual estado de cosas, la aprobación de esa prohibición significaría la final descomposición del país, puesto que quedaría inerme ante la llegada incontrolada de agentes del delito, de la drogadicción, de la agitación social, etc.
Vistas así las cosas, los proponentes de esa absurda norma se podrían clasificar en dos categorías: la de aquellos que la aprueban por ignorancia e incultura (y que solo son reos de haber postulado a un rol de constitucionalista sin ser aptos para desempeñarlo) y la de quienes buscan precisamente el efecto político de reforzar las filas del anarquismo destructivo. Entre estos últimos sobresalen nítidamente los chilenos de formación marxista–leninista, que doctrinariamente desconocen las fronteras políticas y creen que las únicas fronteras que deben existir en el mundo deben ser las de entre clases. Viven con la convicción de que las únicas fronteras legítimas de Chile son las que separan a la burguesía del proletariado y, por tanto, no hay que preocuparse de las que separan a Chile de Argentina, Bolivia y Perú. Para ellos es bienvenido el “compañero” que viene a ayudarlos a eliminar burgueses, de modo que en esa perspectiva, las fronteras nacionales no deben ser un impedimento de ingreso.
La distinción entre ambos grupos, el de los ignorantes y el de los intencionales, se logra mediante el recuento de quienes, además, aprobaron la creación en el país de fronteras étnicas, que pretenden mostrar como de respeto a la teórica multiculturalidad del país. Resulta increíble que puedan haber legisladores que ignoren que Chile no tiene culturas autóctonas vivas, así como tiene varias que murieron hace siglos a consecuencias del choque con la cultura Europea superior que invadió casi todo el continente americano. Lo menos que se puede pedir es que repasen dos capítulos del “Estudio de la Historia”, que bastan para aprender cuando muere una cultura por choque con una cultura superior. Por lo demás, sin siquiera leer esos dos capítulos, es fácil distinguir cuándo una cultura está muerta y solo quedan saldos humanos todavía no mestizados. Basta con apreciar su falta de evolución a partir del momento de su muerte cultural. Si tomamos como ejemplo el grupo étnico más numeroso que queda en Chile, como es el araucano, no hay más que observarlo para apreciar que lleva siglos sin ninguna evolución propia por la simple razón de que su cultura murió hace ya casi cinco siglo. Basta esa comprobación para comprender que la creación de territorios exclusivos para esos fósiles es un absurdo solamente explicable por anomalías intelectuales.
Se puede estar seguro de que quien preconiza normas de división territorial de Chile y de indefensión de sus fronteras internacionales es un enemigo interior de nuestro país. Ahora bien, afortunadamente todavía tenemos estamentos creados con el exclusivo propósito de garantizar la seguridad de la nación, de modo que llegará un momento en que saldrán al encuentro de esa quinta columna que, según todos los síntomas, es bastante numerosa.
Esa intervención es la que va a responder la pregunta tácita que esos enemigos internos están haciéndose y que es “Fronteras, ¿qué es eso?”. (El Líbero)
Orlando Sáenz