Una de las tribulaciones latinoamericanas ha sido la incapacidad de establecer una zona de cooperación razonable entre nuestros países. La violación de la misión diplomática de México en Quito parece que nos hiciera retroceder al siglo XIX. En otros tiempos, cuando un soberano recibía la cabeza cercenada de su propio enviado (hoy sería embajador), significaba guerra a muerte. La toma de la embajada de EE.UU. en Teherán, en 1979, para mantener como rehén por más de un año a la totalidad de su personal, en la práctica fue una declaración de guerra, recibiendo solo una débil respuesta de la administración Carter. En las siguientes elecciones se le pasó la cuenta. El ataque israelí al consulado en Siria, por más que haya zona de guerra de todos contra todos, es en este sentido también transitar por terreno resbaloso.
En realidad, el asilo en sedes diplomáticas ha sido una práctica típica del mundo latinoamericano. Hubo un caso famoso en Perú. En 1949, el caudillo del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, tras un levantamiento derrotado del que fue acusado de organizar, se asiló en la embajada de Colombia. Siguió un juicio ante la Corte Internacional de Justicia. Al fin, recién en 1954 Perú le otorgó el salvoconducto. La tradición latinoamericana del asilo, como tantas costumbres y políticas, tiene una ambigüedad en moral política. Por un lado, es producto de la inestabilidad crónica sobre todo del XIX y también del XX, a la que todavía estamos afectos; por otro, refleja un espíritu liberal —que también nos asiste, solo que sin el vigor suficiente— de limitar lo más que se pueda la violencia.
En Chile nunca se ha soñado (o ha habido atrevimiento) para tomar una medida como la de Quito. Hubo situaciones límite, como arrojar el cadáver de una dirigente del MIR, previamente torturada, a los jardines de la embajada de Italia (no es que esta representación no haya cometido provocaciones) en 1974, consolidando en el exterior una imagen negra de Chile. Por otro lado, durante la Unidad Popular, la embajada de Cuba cobijaba una unidad militar para intervenir militarmente (Salvador Allende no la solicitó el día 11 de septiembre, que era la condición pactada con Castro); y se almacenaba armamento para abastecer un batallón. Y, un hecho reñido con cualquier noción diplomática: una parte de este fue trasladada a la embajada de Suecia para, según los indicios, ser entregada al MIR. Durante el estallido, la embajada argentina fue asaltada por una turba fuera de sí, aprovechando que Carabineros (que al escribir estas líneas vive horas dramáticas como pocas) estaba disperso en cien lugares de la Región Metropolitana, lo que al final pudo remediarse con esfuerzo sobrehumano, y la Casa Rosada no hizo escándalo.
Si se generaliza la violación de la inmunidad diplomática, se cruza esa línea intangible que legitima todo cambio a cualquier regla según la simple ley del más fuerte, por más que para el caso de Ecuador el gobierno de México no haya sido nada de inocente en todo el barullo. Pensando en el interés de nuestro Chile, el que esto adquiera el carácter de tendencia puede ser poco probable, pero no menos azaroso. En un grado mayor, por cierto, lo sucedido con la anexión de Crimea por Rusia en el 2014 y la guerra contra Ucrania —en principio para lisa y llanamente anexarla, lo que fracasó, pero la situación sigue cargada de incertidumbre— pone en tela de juicio el reconocimiento jurídico de las fronteras, que en el largo plazo, convertido en práctica tolerada, es ominoso para Chile. Habría que aprovechar nuestras relaciones más o menos cordiales con Quito para ayudarlo a que vuelva dignamente sobre sus pasos. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois