No fueron pocos los parlamentarios oficialistas que advirtieron al gobierno sobre los riesgos de inconstitucionalidad de la glosa presupuestaria destinada a iniciar la gratuidad en educación superior. Sin embargo, el Ejecutivo decidió seguir adelante en función de una consideración política relativamente simple: si la glosa pasaba el filtro constitucional, podía enmendar una evidente falta de diseño y claridad técnica para dar inicio a la gratuidad en 2016; si la glosa, en cambio, se caía, quedaba instalado un buen escenario para culpar a la oposición de las mayores limitaciones a las que habría que recurrir en consideración de la escasez de recursos.
La autoridad ha argumentado que los parlamentarios opositores que recurrieron al Tribunal Constitucional lo hicieron con el explícito objetivo de perjudicar el inicio de una política pública con la que, en el fondo, discrepan. Es posible, pero resulta en verdad insólito que un gobierno considere un asunto políticamente objetable el precisar si una ley aprobada por el Congreso cumple o no con la obligación de respetar el ordenamiento constitucional. Como si lo responsable y razonable hubiera sido evitar dicho pronunciamiento, aún a riesgo de implementar una glosa presupuestaria que puede contravenir normas de la Carta Fundamental. En efecto, una cosa es que el gobierno quiera, legítimamente, cambiar la Constitución actual; otra muy distinta, que una administración pretenda aplicar una norma legal eventualmente inconstitucional, y que cuestione la decisión de exigir al tribunal competente un pronunciamiento al respecto.
Con la gestación de esta polémica, sin duda algo artificial, el gobierno ha logrado instalar un velo sobre el nudo fundamental que arrastra el inicio de la gratuidad: la ausencia de un diseño técnico preciso y acabado para ponerla en marcha, algo que ha quedado en evidencia en los cambios prácticamente semanales hechos por el Mineduc y, también, en la incapacidad del Ejecutivo para reconocer que el nuevo escenario económico terminó de inviabilizar, al menos en un horizonte de tiempo previsible, la ilusión de convertir a la gratuidad en un derecho universal. Ambas realidades, la deficiencia técnica y la inviabilidad financiera, son de única responsabilidad del actual gobierno, por incapacidad, falta de previsión e incluso ingenuidad demagógica, algo de lo que ahora simplemente se busca responsabilizar a la oposición, poniendo en el centro de la polémica su requerimiento al Tribunal Constitucional.
La manera en que se diseñó e implementó la reforma tributaria fue, en su momento, un contundente anticipo de que el programa de gobierno no era mucho más que intenciones e ideas generales. Ahora es la principal oferta de campaña -la gratuidad universal- la que ha terminado por estrellarse contra el muro de sus inconsistencias y debilidades técnicas; cuestión aún más reprobable de lo que ya eso significa, cuando se hace visible la manera en que se ha jugado con las expectativas de miles de jóvenes y de sus familias.
Esforzándose por no juzgar las eventuales intenciones que el gobierno tuvo para insistir en esta glosa presupuestaria, cuyo destino está ahora en manos del Tribunal Constitucional, hay que valorar al menos el reconocimiento que la autoridad ha hecho del problema de fondo. En rigor, lo dijo con todas sus letras hace unos días el ministro Valdés: el Ejecutivo no tenía ni las capacidades técnicas ni políticas para llevar adelante este conjunto de reformas. Algo que, en efecto, esta administración se ha encargado otra vez de confirmar.