Gobernabilidad: caracterización, causas y pronóstico de una crisis

Gobernabilidad: caracterización, causas y pronóstico de una crisis

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Ya sé que muchos han creído y creen que las cosas del mundo están hasta tal punto gobernadas por la fortuna y por Dios, que los hombres con su inteligencia no pueden modificarlas ni siquiera remediarlas; y por eso se podía creer que no vale la pena esforzarse mucho en las cosas sino más bien dejarse llevar por la suerte (…). No obstante, puesto que nuestro libre albedrío no se ha extinguido, creo que quizás es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros.

Maquiavelo, El Príncipe

Con el transcurso de los días, y habiéndose cumplido ya un mes desde el inicio de la crisis política del 18-O, hay dos avances importantes para una perspectiva de salida de la actual situación. Por un lado, comienza a producirse  un diagnóstico convergente de la crisis. Por el otro, con el acuerdo político de la madrugada del 15-N se crea la posibilidad de un cauce institucional para la salida de la crisis, sorteándose así, al menos momentáneamente, el riesgo de una ruptura violenta del orden democrático.

Diagnóstico convergente 

Desde diversos ángulos ideológicos y de interpretación, la crisis por la que atraviesa la sociedad chilena ha sido calificada como la más grave desde el retorno a la democracia. Por lo mismo, un lugar común del análisis es caracterizar la crisis como la más seria, intensa, profunda y difícil de los últimos 30 años.

¿Cuál es su naturaleza?

Por lo pronto, no un ‘estallido social’, como suele decirse (una búsqueda de Google sobre los términos “estallido social Chile 2019” arroja 11 millones de resultados). Quizá en el primer momento pudo identificarse de esa manera; algo que se rompe con estrépito. Sin embargo, no se trató de un evento  fugaz ni produjo una ruptura. Tal vez podría hablarse de un ‘estallido de violencia’ para referirse al ataque e incendio (posiblemente coordinado) de estaciones del Metro.

Tampoco definiciones tales como revuelta, rebelión, menos aún revolución, movimiento social, insurgencia, levantamiento o diversas modalidades de crisis—socioeconómica, de gestión de la crisis, de integración, de representación, expectativas, de las élites, etc.—parecen correctas. El fenómeno chileno de ingobernabilidad resulta más complejo que eso.

¿Pudiera la noción de crisis social ser más conveniente? En la tradición de la sociología británica suele distinguirse la crisis social de una económica o política, hallándose aquélla referida a desarreglos dramáticos y entrelazados en áreas tales como: aumentos de la pobreza y marginalidad; fallas de integración social, oportunidades de vida y distribución de beneficios; exclusión de o desigualdades en el acceso a servicios sociales; falta de vivienda o hacinamiento; endeudamiento y desempleo; adicciones, condiciones tóxicas para la salud mental, disolución de lazos familiares y comunitarios, quiebre de los patrones morales, anomia y alienación. Sin duda, algunos de estos elementos están presentes en la situación chilena pero, en su conjunto, no parecen ofrecer una descripción adecuada, sobre todo a la luz del crecimiento económico y mejoramiento de condiciones sociales experimentado por la sociedad chilena durante las últimas décadas.

Más bien, podría conjeturarse que en el caso chileno se trata —en lo esencial— de una crisis de gobernabilidad; esto es, una incapacidad de la institucionalidad para procesar los conflictos de la sociedad, un desborde de los mecanismos regulares de contención y negociación de las demandas sociales, un desplazamiento del poder y sus pugnas desde el sistema político y sus reglas hacia las calles bajo la doble lógica de la protesta de masas movilizadas y el uso de tácticas violentas.

Se trata por tanto, antes que todo, de una crisis política, del orden institucional democrático, y no meramente de una crisis de gobierno ni tampoco de un desplome del régimen democrático. Crisis de gobierno existió al interior de otra más ancha y profunda, por ejemplo, cuando el  Presidente debió cambiar su gabinete político y la conducción de la hacienda pública. Y la crisis de gobernabilidad pudo precipitarse hacia un desplome del régimen político, como se dejó entrever la noche de la gran violencia y luego en las horas previas al acuerdo nacional.

Según algunos estudiosos, las crisis de gobernabilidad surgen en alguna de las áreas de acción principales del sistema político, como son el mantenimiento del orden y la ley, la gestión eficaz de la economía, la promoción del bienestar social y la estabilidad institucional. De hecho, en el caso chileno la crisis se desata en relación con las áreas de orden y ley y de la estabilidad institucional, pero sus causas más hondas se conectan con las otras dos áreas de gestión económica y del bienestar social.

La idea de crisis que aquí nos ocupa reúne las características, que hemos vivido estos días, de suceso o secuencia de sucesos imprevistos, no rutinarios, incontrolables, graves y que generan una fuerte incertidumbre. En la práctica, significa que la política queda vaciada de sus reglas y medios propios —representación, discursos, elaboración de leyes, medidas administrativas, asignación de recursos, competencia entre élites, negociación, deliberación, persuasión, procesamiento de demandas, solución pacífica de conflictos, arbitraje de intereses en pugna, etc.— los que son sustituidos por medios disruptivos, no-convencionales, de fuerza y, en el extremo, por violencia ejercida contra el orden establecido.

Los medios de la política pasan a identificarse así con los medios de la protesta. Ésta incluye, por tanto, un arco amplio de tácticas que, como pudo apreciarse en diversas ciudades chilenas en días pasados, cubre desde tácticas convencionales como  manifestaciones, marchas, declaraciones, peticiones a las autoridades, actos culturales, vigilias, festejos, cacerolazos, hasta tácticas transgresoras de creciente intensidad como tomas,  ocupaciones, sentadas, “el que baila, pasa”, paros, huelgas, cortes de caminos, boicots, disturbios, asonadas, ataques a la propiedad pública y privada, barricadas, destrucción de edificios e instalaciones, saqueos, incendios, ataques violentos a policías o terceros.

La magnitud de la crisis de gobernabilidad tiene que ver con el alcance del desborde institucional y con el grado en que éste desordena o interrumpe o redefine el funcionamiento del Estado. Desde este punto de vista, la crisis vivida a partir de octubre tiene una magnitud importante; por un momento puso en cuestión el monopolio legítimo de la violencia que corresponde al Estado; desbordó a las policías en las calles; forzó al gobierno a declarar un estado de emergencia e imponer el toque de queda; forzó un cambio de gabinete y obligó al gobierno a abandonar su agenda; afectó la imagen externa del país; movilizó masivamente a manifestaciones de protesta en las principales ciudades; desnudó las debilidades institucionales de Carabineros y sus acciones de fuerza al margen de la ley de sus propios reglamentos.

Por último, en el plano estrictamente político-estatal, la crisis alcanza una profundidad jurídica de máxima proporción, al imponer —bajo presión de las masas y al calor de la violencia desatada en las calles— la exigencia de una nueva Constitución, generada por una convención constituyente que nace de un amplio acuerdo político en respuesta a la crisis de gobernabilidad. Es decir, el intento por superar la crisis de gobernabilidad  lleva a comprometer una revisión de las propias bases de organización del Estado y el sistema político; se ha generado así un ‘momento constitucional’ que, si llega a culminar, dará paso a una refundación del sistema político y el orden democrático.

Según describe el jurista Bruce Ackerman (2015, p. 23) de la Universidad de Harvard, asistiremos próximamente a un proceso cuya imagen ideal sería ésta: “la de un país en el que una Constitución redescubierta es objeto de un diálogo en curso entre académicos, profesionales y el pueblo en general; un país en el que este diálogo entre teoría y práctica dota a la ciudadanía, y a sus representantes políticos, de una visión más profunda de su identidad histórica en un momento en que se enfrenta a los retos transformadores que le plantea el futuro”.

Causas de la crisis de gobernabilidad 

¿Qué causó este verdadero terremoto que lleva al advenimiento del ‘momento constitucional, y a abrir una etapa inicial de superación de la crisis de gobernabilidad, incluyendo acciones decisivas para abordar las causas más profundas de ella?

Por el momento hay diversas explicaciones que compiten entre sí en la esfera política y de la opinión pública, siendo las más usuales aquellas que apuntan a desajustes socioeconómicos, de conciencia colectiva y de transformaciones culturales. A continuación presentamos, de manera sucinta, una suerte de catastro de explicaciones, que la academia necesitará abordar metódicamente durante los próximos meses.

  1. Desigualdades en variados ámbitos —pero sobre todo de ingresos, riqueza, oportunidades y beneficios— que causan rabia, sentimientos de ser abusado, resentimiento. Es la explicación más usual entre los economistas. Así, por ejemplo, Osvaldo Larrañaga declaraba el 18 de noviembre a la prensa: “Hay un malestar social asociado a la desigualdad. Un porcentaje significativo de la población recibe bajos salarios por su trabajo y reducidas pensiones al jubilar. A ello se suma el agobio de las deudas, largas jornadas de traslado y estadía en los trabajos, incertidumbre por la atención de salud e inseguridad frente a la delincuencia y el narcotráfico. Esto no se condice con el elevado nivel de ingreso per cápita que tiene el país y los estándares de vida de país desarrollado en que vive una parte de la población”.
  2. Agobio experimentado por las clases medias, tanto consolidadas como especialmente vulnerables, al detenerse el crecimiento y quedar al desnudo las deudas, angustia y temor por la pauperización de sus condiciones de vida de esta parte mayoritaria de la población. Esta interpretación es favorecida por organismos internacionales como la CEPAL, que en un estudio referido América Latina publicado en 2018 afirma: “La creciente insatisfacción viene motivada en gran medida por el crecimiento de la clase media y de sus aspiraciones […] En 2015, alrededor del 34.5% de la población podía considerarse ‘clase media consolidada’ … comparado con el 21% en 2001. Esta expansión ha venido acompañada de mayores aspiraciones, así como de valores y exigencias diferentes, dado que los ciudadanos de clase media apoyan y reclaman con mayor firmeza el cumplimiento de los principios democráticos. Además, la ‘clase media vulnerable’… ha crecido también, y representaba alrededor del 40% de la población en 2015, un aumento desde el 34% en 2000. Este grupo socioeconómico vive con la incertidumbre de volver a caer en la pobreza como consecuencia de un revés económico, dada la precariedad de su situación económica y laboral. En conjunto, las mayores expectativas, a menudo insatisfechas, de la clase media consolidada, la inestabilidad de la clase media vulnerable, y el alto porcentaje de la población que aún vive en la pobreza, constituyen fuentes de inquietud e insatisfacción entre la ciudadanía”. Todo esto aplica a Chile completamente.
  3. Desajuste entre expectativas de mayor consumo, movilidad y progresivo bienestar por un lado y, por el otro, capacidad del sistema para satisfacerlas. Durante 25 años ese desajuste pudo sortearse debido al crecimiento de la economía y la generación de oportunidades y beneficios distribuidos desigualmente en el conjunto de la población. Durante los últimos años, en cambio, ese desajuste emerge a la superficie haciendo que una parte importante de la población se vuelva contra el modelo de desarrollo basado en mercados (desregulados) y en políticas neoliberales. Un reportaje de la BBC caracteriza de esta forma esa explicación: “Hace años que la clase política chilena viene prometiendo mejoras en la calidad de vida de la gente. Se han anunciado reformas educacionales, constitucionales, tributarias y de la salud pero muchas de ellas no han logrado cumplir con las expectativas de la sociedad. Las expectativas generadas por los dos gobiernos de Michelle Bachelet (de 2006 a 2010, y luego de 2014 a 2018), y luego por los de Sebastián Piñera (quien también lideró el país en un período anterior, entre 2010 y 2014), son una causa importante que puede explicar esta ‘furia’. “Si Bachelet 1 y Piñera 1 fueron símbolos de cambio (la igualdad de géneros, la alternancia en el poder), Bachelet 2 y Piñera 2 agotaron el stock de esperanzas. Enterrada la retroexcavadora y sepultados los tiempos mejores, hace tiempo se incuba el ruido sordo de la falta de un proyecto país, de un camino al desarrollo, de una meta compartida que dé sentido a las penurias cotidianas”, dice [el periodista] Matamala. Además, es importante recordar que Piñera ha sido reconocido por su capacidad para generar empleos y mejorar la economía. Durante su primer gobierno, de hecho, ése fue su gran logro. Esta vez, la gente esperaba lo mismo y, hasta el momento, la realidad económica ha estado por debajo de las expectativas que tenía la sociedad chilena”. En suma, hay inflación de expectativas, devaluación de respuestas públicas y una alta dosis de incertidumbre.
  4. Rebelión, incluso violenta, de nuevas generaciones (entre 14 y 35 años de edad), que aportarían nuevas visiones de mundo y buscarían destruir/reemplazar la máquina infernal del productivismo, taylorismo, jerarquías, autoritarismos, clasismo, abusos, sexismo, especismo, machismo patriarcal, extractivismo, depredación del medio ambiente y destrucción de los lazos comunitarios. Aquí la explicación descansa en la emergencia de una nueva cultura juvenil donde convergen preocupaciones inmediatas (deuda estudiantil, ‘ninis’, pobreza infantil, maltrato sistemático, anomia, respuestas anárquicas, etc.) con tendencias transformadoras de la sociedad  (causadas, se dice, por el capitalismo neoliberal). Estas últimas se manifestaron en grandes sectores del mundo juvenil como presión competitiva, consumismo, precarización de la vida, represión, abuso de los mayores, mentiras sociales, corrupción institucional, falsas expectativas, autoritarismo adulto, hipocresía, etc. La incidencia de las redes sociales en la intercomunicación de estas experiencias y la transmisión de la rabia y el resentimiento ante el ‘sistema’ serían elementos inseparables de esta cultura. Como señalan dos académicos (Zarzuri y Ganter, 2018) que vienen siguiendo desde hace tiempo el desarrollo de las nuevas culturas juveniles: “Se observa entonces en los jóvenes, que sus adscripciones identitarias políticas ya no se conectan necesariamente con las estructuras partidarias tradicionales, sino con una estructura de vida que posibilita las construcciones de identidades que se constituyen en banderas de participación y lucha política, como lo manifiestan, por ejemplo, los/el: animalista, movimiento gay/lésbico/trans, veganismo, ciclistas furiosos, conservacionista/ ambientalista, la reciente marea feminista del 2018 en Chile impulsada—intergeneracionalmente— por estudiantes universitarias auto-convocadas, por fuera de las orgánicas políticas y sectoriales tradicionales, entre otros”. Luego, en otro pasaje, ambos académicos citan al historiador social Gabriel Salazar (2002), quien agrega un rasgo adicional a la interpretación de las culturas juveniles: “Aunque no tengan sociedad, tienen el instinto de generar sus propios espacios de participación. Lo que equivale a tener el principio generador de toda nueva sociedad (…) lo que prolifera entre los jóvenes son espacios participativos y no organizaciones, la participación subordina la representatividad (…), la tribalización es un fenómeno social complejo, extenso, autónomo e impulsado por una horda de identidades autopropulsadas (…) un fenómeno estratificado: en su base se hallan grupos de pares (…) en un estrato intermedio se ubican los colectivos universitarios (…) en un estrato de mayor protagonismo activo, operan las redes y coordinadoras”.
  5. Una siguiente explicación de la crisis gira en torno a la creciente distancia entre pueblo y élites que se habría producido en Chile durante los últimos 30 años, o sea, entre sociedad y política, con la consiguiente oligarquización de ésta última, fenómeno que habría dado lugar a un mundo de poder cerrado, segmentado, excluyente, de ‘winners’, cosmopolita, egoísta y alienado. Esta interpretación, inspirada en una lectura del populismo de izquierda de Laclau y Mouffe, explicaría la rebelión contra la clase política y la desconfianza frente a las instituciones democráticas. En modo Twitter,  el sociólogo Carlos Ruiz Encina parece tocar esta tecla cuando expresa el 17 de noviembre: “La ‘gobernabilidad democrática’ sembró décadas de brecha entre lo social y lo político, que hoy nos estallan. Hay que advertir las posibilidades pero también los peligros que enfrentará la Constituyente, para organizarnos. Es urgente evitar la fragmentación social y política”. Y luego amplía su tesis en una reciente entrevista: “Estas protestas nacen por un distanciamiento enorme entre la política y la sociedad, entre una política que se fue elitizando y burocratizando —en el fondo se fue neoligarquizando— y una población que no tiene una representación política en esas estructuras. En la medida en que los viejos sujetos sociales fueron desarticulados por la transformación neoliberal —me refiero las viejas clases medias y a la vieja clase obrera—, en su lugar viene emergiendo todo un enjambre de coordinadoras que están muy vinculadas a estos problemas de la privatización de la vida cotidiana en Chile. Coordinadora por la soberanía de las pensiones, por la soberanía del agua, las distintas coordinadoras feministas especialmente la del 8M, las coordinadoras estudiantiles, que se empiezan a articular en algo que se está llamando “Unidad social” y que todavía no tiene una representación en la política institucional, por lo tanto es difícil que se puedan abrir las vías de negociación concretas, tanto para plataformas mínimas como para plataformas de mediano plazo”.
  6. Finalmente, una explicación adicional sostiene que la crisis responde básicamente a un fracaso del Estado y sus políticas en las áreas más sensibles, como salud, previsión, seguridad, transporte, vivienda y educación. Es allí donde más nítidamente se expresan las desigualdades de acceso, tratamiento y resultados de dichas políticas, impactando de manera especialmente negativa sobre los sectores medios vulnerables y sectores pobres. Esta tesis —llamada a veces de ‘inequidad de servicios’— goza de apoyo en la literatura internacional. Además, halla respaldo en análisis como el de la Cepal citado más arriba; por ejemplo, donde sostiene que Chile, a pesar de estar posicionado “como el país con mayor calidad de gobierno en ALC, [exhibe] una creciente falta de confianza en la administración nacional. En 2016, solo 20% de la población expresó confianza en esta institución. Esto está asociado en gran medida con la percepción de una desigualdad de oportunidades en la generalidad de la población. […] En particular, los chilenos están cada vez menos satisfechos con los servicios públicos del país. En 2015, solo 14% de la población se mostró satisfecha o muy satisfecha con los hospitales públicos, y solo 21% con la educación pública. Por otra parte, la población que considera que la seguridad del ciudadano fue buena o muy buena cayó de 19% a 11% entre 2010 y 2015”. O bien, como explica Andrés Zahler, economista chileno, en una reciente columna de opinión referida a la provisión de los ‘bienes éticos’ como pensiones, salud, educación, vivienda, transporte y agua: “Allí el Estado tiene un rol estratégico, social, regulatorio, primordial. Es lo público y sus objetivos los que tienen que estar por sobre los incentivos privados. Y la experiencia que hemos vivido nos muestra que esos incentivos deben limitarse seriamente, pues pueden atentar contra el bien superior que se está buscando. Cambiar estos mercados no implica cambiar el ‘modelo’. Los miles de mercados que proveen bienes y servicios no éticos pueden y deben operar con la lógica actual. Pero en las  áreas de la dimensión ética debe haber un cambio radical. Poner el bien común y al Estado como garante estratégico y primordial, requiere modificar la lógica impuesta en la Constitución, por sobre la lógica y bienes privados, en particular para la provisión de estos bienes”. En breve, el factor fracaso en la provisión de servicios públicos esenciales habría impulsado un sentimiento cada vez más difundido de rechazo a la clase política y el gobierno, con un aumento adicional de desconfianza en las políticas sectoriales, los expertos y las instituciones involucradas.

Por mi parte, creo que un estudio más detallado llevaría a concluir que cada una de éstas interpretaciones posee elementos atendibles; en efecto, no hay una sola dimensión explicativa ni una sola causa determinante de la crisis. Su alcance sistémico implica, precisamente, que los factores explicativos y las causas son múltiples. Hacia allá, me imagino, apuntarán progresivamente interpretaciones más pausadas que ésta propuesta aquí sobre la marcha. A su turno, las opiniones diferirán en cuanto a cómo jerarquizar los factores, qué relaciones establecer entre diversos niveles de análisis y cadenas de causalidad, y cuáles temporalidades de la crisis y sus proyecciones se atiendan primordialmente.

Pronóstico ambiguo 

¿Qué proyecciones pueden trazarse a partir de la caracterización de la crisis y sus causas? A corto plazo, la disyuntiva es relativamente clara: (i) podría consolidarse un escenario de encauzamiento institucional vía plebiscito y convención constituyente en interacción con una reforma social de efectos inmediatos, mediatos y de largo plazo; o bien, (ii) se podría recaer en un escenario de desbordamiento institucional con mantención o profundización de la crisis de gobernabilidad.

¿Cual es el escenario más probable?

Resulta difícil saberlo al momento. Dependerá en gran medida de la habilidad con que las fuerzas políticas que acordaron avanzar por el camino institucional hacia una nueva Constitución logren actuar y negociar para sostener el acuerdo y ampliarlo además a materias socioeconómicas que están presentes entre las causas de la crisis. Es una navegación difícil de realizar en condiciones adversas. Exigirá gran habilidad de todos los actores para sortear los múltiples obstáculos que irán apareciendo y descubrir las oportunidades de avanzar y  para aprovecharlas con firmeza de ánimo y voluntad (virtú), pues como dice en alguna parte Maquiavelo: “Sin ocasión, la virtud de su ánimo se habrá extinguido, y sin esa virtud la ocasión les habría venido en vano”. Las ocasiones las crea Fortuna, “árbitro de la mitad de nuestras acciones”; su aprovechamiento depende—en este caso—de nuestra alicaída y golpeada clase política.

El mayor riesgo, sin duda, es que la violencia vuelva a encender la pradera y estreche el ámbito de la política, sustituyendo la vía institucional por la vía insurreccional y las tácticas violentas. Para hacer su juego destructivo, la violencia requiere sin embargo de la protestas multitudinarias; solo a su sombra puede construir barricadas, incendiar edificios, saquear negocios y enfrentar a la policía. De esta compleja dialéctica entre protesta y violencia dependerá en medida importante la salida de la crisis. O ambas disminuyen en paralelo o crecerán hasta desbordar de nuevo el cauce institucional.

Debe ser claro para todos, a esta altura, que la violencia es incompatible con la vía institucional hacia un nuevo orden constitucional. La violencia y el uso de todas las formas de lucha corresponden a una estrategia distinta: aquella de la insurrección popular y el quiebre del orden democrático, que terminaría —más temprano que tarde— dando paso a alguna forma de autoritarismo reaccionario o a la anarquía.

Otro ámbito de riesgos que se abrirá pronto ante nosotros, si acaso no está ya instalado, es aquel creado por el ‘momento constitucional’ al cual ingresamos, que nos obliga a deliberar sobre grandes cuestiones de nuestra convivencia como nación. Bien podríamos quedar allí atrapados en una guerra conceptual, ideológica y cultural sin mayor referencia a los problemas concretos, las soluciones viables y los ideales realizables. Pienso en aquellas cuestiones donde se expresarán con más fuerza las pasiones ideológicas y las disyuntivas de futuro; por ejemplo, a manera de ilustración:

* Estado nacional o plurinacional y con qué expresiones de reconocimiento constitucional de los pueblos y sus territorios.

* Derechos individuales, cívicos políticos, propios del constitucionalismo liberal.

* Derechos sociales con garantía de cobertura universal y tutela constitucional: cuáles, cuántos y con qué respaldo de economía política.

* Reconocimiento legal de la propiedad y los mercados, en qué extensión y términos.

* Estado social de derecho, Estado social de bienestar, Estado liberal, Estado subsidiario.

* Carácter de la democracia dentro del espectro que va desde una democracia representativa hacia la consagración de instituciones consultivas, deliberativas, participativas y plebiscitarias hasta llegar a la idea de una democracia radical con distribución horizontal de poderes y decisiones colectivas en asambleas.

* Organización territorial del poder y naturaleza concentrada o desconcentrada del Estado.

* Régimen político presidencial, semipresidencial  o alguna modalidad de gobierno parlamentario.

* Mayor presencia estatal en la provisión y financiamiento de bienes públicos, sociales o éticos y exclusión o regulación de la provisión de estos bienes vía mecanismos de mercado. Subsistencia o no, y en qué forma, de regímenes mixtos de provisión en diferentes áreas de la vida colectiva.

Tan complejos temas, cada uno sostenido sobre densas redes conceptuales e ideológicas, obligan a una deliberación política antes que meramente jurídico-filosófica, lo que se volverá crítico en la medida que se avance en el proceso constituyente.

Según observa lúcidamente Tocqueville en sus reflexiones sobre el antiguo régimen, cuando las instituciones colapsan y consecuentemente no hay una clase política, ni cuerpos políticos vivos ni partidos organizados con sus líderes que orienten a la opinión pública, ésta queda entregada únicamente a filósofos (intelectuales, intelligentsialiterati), lo cual condena a la sociedad a padecer una revolución. Pues en tales condiciones impera un ambiente dominado menos por los hechos particulares que se debe reformar o corregir que por los “principios abstractos y teorías generales” postulados por la intelligentsia. Desde ese momento, escribe Tocqueville, se puede anticipar que en vez de atacar leyes individuales que se consideran malas, todas las leyes estarán bajo ataque y aflorará el deseo de sustituir “la antigua constitución por un sistema de gobierno totalmente nuevo imaginado por los intelectuales” (Tocqueville, The ancient regime and the French revolution, 2008).

He ahí un posible retrato del escenario al que hemos ingresado; que terminemos envueltos en una batalla al interior de la República de Abogados (constitucionalistas) o, más en general, al interior de la República de Las Letras; literalmente “una ciudad circundada por un foso de tinta y defendida por plumas de escribir”, allí donde el estudioso benedictino Martín Sarmiento “propuso el establecimiento de una ‘junta’ que redactase un libro de reglas con las leyes y costumbres de la república. Se trataba de un estado igualitario, en el que deberían abolirse o al menos suspenderse las distinciones sociales entre sus componentes, prohibiéndose las muestras de deferencia en las reuniones”, escribe Saavedra Fajardo en su República Literaria de 1665 (Peter Burke, 2011).

¿Acaso nuestra República (digital) de expertos en principios jurídicos, procedimientos constitucionales y bases fundamentales del Estado no podría terminar atrapándonos en su ciudad amurallada amarrados por principios generales y reglamentos, sin poder escapar de sus sutiles dispositivos lógicos, filosos razonamientos, afirmaciones dogmáticas y abstrusos esquemas ideales?

La política y los políticos, que se hallan más próximos al arte de lo posible, a la ética de la responsabilidad y al oficio de salir adelante interactivamente, deberán salvarnos de la República de Abogados. A pesar del desprestigio en que han caído, ellos tienen la capacidad de negociar mejoras incrementales y reformas equilibradas, igual como en días pasados lograron sortear, con sentido práctico y ánimo de conversación, el abismo de la ingobernabilidad. (El Líbero)

José Joaquín Brunner

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