En abril de 2012, en una columna de opinión, en el marco de la discusión sobre el uso legítimo de la fuerza, hice referencia a que el principal problema que enfrentábamos en ese momento, era que distintos actores políticos habían “intentado instalar la noción de que esta administración busca imponer una determinada visión de sociedad por medio del uso ilegítimo de la fuerza pública” y que “más allá de tratarse de una acusación irresponsable e infundada, evidencia un desconocimiento malintencionado de la legitimidad del Gobierno e infringe un grave daño a nuestra institucionalidad”.
En esas mismas líneas, ya se advertía una falta de condena a la violencia, “si buscamos cuál es la gran diferencia entre el escenario forjado por las fuerzas democráticas en el periodo 1990-2010, comparado con el que se ha ido asentando ahora, ésta es sin duda la falta de una condena unánime y decidida al uso de la violencia (…) Oposición y oficialismo construimos y respetamos un consenso básico, que emanaba de un diagnóstico común acerca de la polarización y violencia previa al 11 de septiembre de 1973, como una de las causas relevantes del quiebre democrático. Este consenso condujo a quienes insistían en alzar la vía violenta como expresión política a transformarse sólo en una minoría bulliciosa e irrelevante”.
Poco ha cambiado respecto del análisis en estos 10 años, aunque el contexto es aún más preocupante. La condena a la violencia es la clave desde la cual se funda la legitimidad del uso de la fuerza por parte del Estado. Cuando un diputado de la República -hoy ministro de Estado- publica en sus redes sociales “Gracias totales cabr@s” en relación a un video que muestra una evasión masiva del pago en una estación de Metro, en el contexto de los hechos de violencia que enfrentó el país a partir del 18 de octubre de 2019. No podemos sorprendernos hoy porque la evasión del transporte público supere el 30% y que microbuses sigan siendo incendiados.
Algunos integrantes del Frente Amplio y el Partido Comunista parecieron creer que les bastaba conquistar el poder para que la violencia que justificaron y validaron se terminara. Otros, nos dan a entender, con un discurso que colinda con la amenaza, que el final de la violencia ocurrirá cuando la nueva Constitución sea aprobada, pero ya conocemos el libreto y podemos prever la excusa siguiente si gana el Apruebo: el fin de la violencia vendrá cuando la nueva Carta Magna esté efectivamente implementada; luego, dirán que la tranquilidad se pospondrá hasta que efectivamente se cumplan las promesas y así sucesivamente…
Urge, por parte de las nuevas autoridades, señales claras a la hora de calificar los hechos de violencia en la Macrozona Sur, en la plaza Baquedano, en las inmediaciones de establecimientos emblemáticos, entre otros. Es hora de poner en perspectiva de una vez, que la validación de la violencia está ligada a los peores momentos de la historia de nuestro país y no lo contrario, y por ello, cuando el Gobierno tome la decisión de hacer uso legítimo de la fuerza para poner orden, estoy seguro que encontrará en esta oposición el apoyo que permitirá que quienes insisten en la vía violenta de resolución de conflictos, se transformen nuevamente en una minoría irrelevante que paga por sus actos y no recibe un “gracias totales”. (La Tercera)
Rodrigo Ubilla