Los resultados obtenidos por el Frente Amplio han permitido que un nuevo grupo, dominado por jóvenes, provisto de un pensamiento de izquierda a secas y con visos revolucionarios, entre decisivamente en la arena política. Ya no se trata de un par de diputados, sino de una bancada completa, la cual, sumada a las fuerzas del ala izquierda de la Nueva Mayoría, alcanzan entre un cuarto y un tercio de la Cámara. Están en condiciones de poner bajo presión el sistema político, incluida la candidatura de Guillier.
El discurso abstracto e ideal, el prístino mensaje de desplazamiento del mercado, entendido como contexto que propicia el egoísmo, y el avance hacia un proceso deliberativo que promete la plenitud, se ha encarnado. Y la encarnación del ideal viene a poner en tensión ese ideal. No es esta una afirmación cínica. Los ideales dan significado a nuestras vidas, pero en la política ellos han de ceder paso a la realidad, en dos sentidos.
Primero, porque los grupos políticos entran en contacto con otros grupos políticos. Los diversos ideales son muchas veces incompatibles. En consecuencia, la alternativa que queda, para darle gobernabilidad al país (de eso se trata también, ¿no?) es ponerse de acuerdo, avanzando un poco, cediendo algo. Lo contrario, el “avanzar sin transar”, puede terminar en un llamado a la supremacía y la descalificación moral del adversario. También a convertir a quien lo proclama en un “poder negativo”, capaz de protesta, movilización y oposición, pero no de construcción.
Segundo, el ideal debe adecuarse, porque la realidad es infinitamente más compleja que los discursos. Ella es novedosa, abriga los anhelos y pulsiones de una multiplicidad de individuos singulares. Persistir en un discurso abstracto, sin la disposición a una constante apertura a la diversidad de lo real y a la modificación del discurso, puede significar entonces un sometimiento, en el extremo violento, de esa diversidad y novedad de lo concreto.
En el Frente Amplio no parecen querer percatarse de esta exigencia de moderar la abstracción ideal del discurso, para darle así gobernabilidad al país y expresión efectiva a las pulsiones y anhelos del pueblo. Se debaten entre apoyar a Guillier y la libertad de acción. Apoyar a Guillier e incorporarse en su alianza sería como prostituir las propias convicciones. En cambio, los frenteamplistas se instalan en la torre de marfil de la moral y desde allí hacen su llamado a la oración: Guillier debe incorporar sus propuestas, sólo entonces podría contar con un apoyo condicionado, que no será nunca un involucramiento con los pies en el barro, sino desde esas alturas conspicuas de las ideas que se niegan a encarnar.
Esa actitud tiene riesgos. El Frente Amplio podría dividirse entre quienes quieren hacer un aporte constructivo, “ensuciándose” con la política, asumiendo lo que Max Weber llamara una “ética de la responsabilidad”, y quienes persistan en la pureza de la “ética de la convicción”. Algo de eso revela la protesta de Pamela Jiles contra Boric. El grupo intransigente podría entonces terminar volviéndose políticamente irrelevante.
Una segunda posibilidad, también riesgosa, es que los intransigentes dominen, logren convencer a otros dentro de la Nueva Mayoría y la bancada intransigente hegemonice el debate público. Entonces, la que chirriaría sería la realidad. El sistema político entraría en una crisis profunda y eventualmente sería la hora de los grupos movilizados, efectivamente avanzando hacia la superación del mercado y la realización de una sociedad como la que proponen, finalmente, los ideólogos del Frente. En ella estaríamos condenados a deliberar y la posición de los escépticos, los disidentes, incluso los liberales moderados que no estén dispuestos a dejarse convencer por magníficos discursos, sería efectivamente relegada como “inaceptable”. (La Tercera)
Hugo Herrera