¿Hay que quemar a los millennials?

¿Hay que quemar a los millennials?

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En mis andanzas periodísticas del exilio pude medir la distancia que media entre lo que un líder político dice de sí mismo y lo que es en realidad. Me fue paradigmático el caso del socialista peruano Alfonso Barrantes Lingán (Q.E.P.D.), conocido por todos como “Frejolito”, a quien frecuenté como alcalde de Lima y candidato presidencial de Izquierda Unida.

Abogado, católico, estudioso de José Carlos Mariátegui, negociador político flexible y dotado de una gran simpatía, Frejolito solía definirse como “estalinista”, lo que me sonaba contradictorio. Tocamos ese tema en profundidad en una larga entrevista que le hice en 1985 para la revista Caretas. Entre preguntas y respuestas quedó claro que estaba en la línea eurocomunista del italiano Enrico Berlinguer, es decir, rumbo a la socialdemocracia. Reconoció, entonces, que usaba mal la palabra “estalinismo”. Para él era sinónimo de disciplina política porque ignoraba la verdadera historia de Stalin. Con modestia intelectual -rarísima en un líder de su nivel- dijo que no la repetiría y que “uno hace la política con el bagaje ideológico que posee”.

Superioridad sin causa                

Gracias a esa experiencia con un líder izquierdista maduro, pero que aún consumía ideologismos, hoy entiendo mejor el mundo de nuestros millennialsEsos jóvenes revolucionarios que, indignados con los malos políticos de la democracia, importan proyectos exóticos o fotoshopeados. Entre ellos, el del “asalto al cielo” de los anarcos y los bolcheviques y el de refundarnos para volver al “buen vivir” de los pueblos ancestrales.

Creo que hasta el rechazo de la Propuesta Constitucional del 4-S, no le tomaron el peso a lo elitista y disfuncional de sus ofertas. Habían llegado precozmente a posiciones de poder y de inicio pasaron colados. Adultos idealistas, pero desencantados con la flaca democracia que teníamos, los saludaron como hijos o nietos sanadores. Celebraban su irreverencia, su honestidad, su transparencia y hasta sus candideces.

(Digresión entre paréntesis: los adultos memoriosos saben de la simpatía democrática que despertaron el siglo pasado los jóvenes rebeldes cubanos y nicaragüenses. Gracias a ello, Fidel Castro, murió en el poder tras legarlo a su hermano Raúl y Daniel Ortega con su señora hoy acumulan más poder dictatorial del que tuvo la dinastía Somoza).

Los hechos dicen que, más que atender a la buena onda o a la noble rebeldía de los millennials, debemos atender a sus arrogancias. Demasiados llegaron a cargos de alta responsabilidad convencidos de estar en “el lado correcto de la Historia” y hasta mostraban certificados de superioridad moral. Por un momento, sus seguidores creyeron que eso los habilitaba para ensayar las demasías de sus ideólogos. Por ejemplo, prometer seguridad a la gente sin recurrir a la fuerza legítima del Estado, soslayar que los actos terroristas suelen ser cometidos por terroristas y  jurar que un revolucionario puede “meter los pies pero no las manos”, como decía Salvador Allende.

Hoy está claro que así nunca saldremos del hoyo.

La vida en prosa

Lo decisivo es que los ciudadanos de a pie -léase las grandes mayorías- no simpatizan con proyectos líricos y así lo han manifestado con voto obligatorio. No quieren asaltar cuarteles de verano ni palacios de invierno, pues sus sueños son normalitos: trabajo decente, seguridad personal, redes sanitarias eficientes, educación asequible, casa propia, pensiones dignas. En paralelo, los inmigrantes de Venezuela han sido altamente disuasivos contra las distopías.  Enseñan en vivo y en directo que mala cosa es una revolución como la de Nicolás Maduro, digan lo que digan Lula, AMLO o Gustavo Petro.

Por lo dicho, no basta con lamentarse en modo evangélico porque los millennials quizás no saben lo que hacen. Hoy está claro que, a sabiendas, algunos identifican el asalto al cielo del poder con el asalto monetario a las arcas del Estado. Cada semana los denuncia con datos duros Tomás Mosciatti, nuestro Emile Zola chileno … y eso tiene que dolerles a sus camaradas de sueño.

Por eso, mientras haya una pizca de sabiduría política, no hay que absolverlos ni quemarlos a todos. Tampoco hay que seguirlos en polémicas tan inconducentes como la de si hay o no una muralla china entre el antes y el después del golpe de 1973. Mientras vivamos bajo formato democrático, los políticos adultos, de cualquier nivel etario, deben dar fe de su propia racionalidad democrática, sin paternalismos ni “empates”. La meta inmediata debiera ser un proyecto de unidad nacional que acabe con la polarización. Ese trampolín desde el cual saltaron los millennials.

Parece posible por varias razones. Entre ellas porque, pese a los “descriterios”, ellos aún pivotean por sobre un 20% en las encuestas más creíbles. Pero, por sobre todo, porque el Presidente Boric, con sus hechos -incluyendo los que se conocen como  “volteretas”- está asumiendo que la gestión de un Estado no debe ser del color de consignas minoritarias. En esa línea ha reconocido que Patricio Aylwin fue un estadista, ha entablillado su plana mayor con políticos de la antes denostada Concertación, ha dado señales de afecto a carabineros y militares y está asumiendo que la política exterior no es patrimonio de coaliciones ideológicas. En suma, los 30 años no fueron tan malditos como creía.

¿Qué hacer?

Para responder la clásica pregunta de Lenin, en modo democrático, hay que abrir a los millennials las puertas del pragmatismo. Ese espacio donde los hechos son más porfiados que los dogmas y las escatologías no se imponen a golpe de silogismos. Parafraseando a un santo, hacerlo exige dialogar con ellos hasta que duela, sea que estén en el Estado Llano o en el Estado del Poder. Pero, por sobre todo, exige reconocer que, para ese efecto, necesitamos promover mejores políticos que “los que hay”.

Puede que los millennials demoren en asumir ese intento de diálogo santificado. Pero, sin éste, la reacción previsible será el choque sin vuelta de las “dos almas” en el gobierno y hasta una catastrófica “fuga hacia adelante” que nos hunda en la anomia. Hay muchos precedentes. El mayor, por su impacto histórico, fue el que se diera en los Estados Unidos en 1959, cuando el Presidente Dwight Eisenhower y su vicepresidente Richard Nixon decidieron acabar con Castro sin diálogos ni juego político de suma variable. Como sabemos los no tan jóvenes, Castro replicó sembrando guerrillas en toda la región, abrazándose a la Unión Soviética y colocando a los Estados Unidos (y al mundo) al borde de una catástrofe nuclear.

(Dicho sea con otro paréntesis, nuestros millennials han encasillado correctamente como dictaduras las de Venezuela y Nicaragua, pero aun soslayan definir así a la de Cuba, la dictadura matriz)

Es por todo esto que me he acordado de Frejolito y no sólo porque supo reconocer lo falso de su estalinismo. También porque fue un gran político de izquierdas, que quiso abrir, hasta atrás, la puerta del diálogo con amigos y adversarios.

Sería excelente que en Chile brotaran semillas de ese frejol, para rellenar la brecha entre los jóvenes refundadores y los ciudadanos que, simplemente, queremos vivir en mejores democracias.

Y no porque la edad nos haya reblandecido, sino porque ¡vaya si sabemos lo que son las dictaduras! (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo