Héroe de nuestra infancia

Héroe de nuestra infancia

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Tengo en mis manos el libro «Armstrong, retrato de su obra visual», recientemente aparecido. Ahí están los dibujos, retratos, ilustraciones memorables de uno de los artistas más completos que haya tenido Chile, un renacentista en el sentido genuino del término, porque su curiosidad insaciable lo llevó a realizar proyectos muy diversos, desde retratos a personajes de la alta sociedad, un libro sobre los aborígenes australes de América, hasta una revista infantil hoy legendaria, Mampato.

«Murió el mejor amigo de los niños», tituló este diario, el 7 noviembre de 1973, día del fallecimiento de este viajero inmóvil (la expresión es del poeta japonés Basho) que cruzó las fronteras del espacio y el tiempo con sus ilustraciones, porque no hubo dimensión de la realidad que dejara de ser explorada por la mirada asombrada de este hombre niño, que además tuvo el don de dibujar como los dioses. «El mejor amigo de los niños», cuánta verdad se esconde en ese titular.

Muchos olvidamos la soledad vivida en la transición de nuestra infancia a la adolescencia. Cuando empiezan a despertar nuestros miedos, nuestra curiosidad por el mundo exterior (siempre amenazante, «ancho y ajeno»), cuando nuestra alma está en ese momento exacto en que recibe las llamadas simultáneas del «lado oscuro» y del «lado claro de la fuerza», para usar la atinada metáfora de la saga de George Lucas. Ahí se libra un combate decisivo en que el peligro inminente es que nos suceda lo del héroe Anakín Skywalker (de la misma película arriba citada): que nos extraviemos, que nos perdamos para siempre. Cuántos miles de niños en nuestra sociedad están hoy en esa frontera, más vulnerables que nunca, en tiempos en que la violencia, la vulgaridad, la estupidez se multiplican (y con efectos especiales) y se diseminan por las redes sociales, en esa tierra virtual y de nadie adonde hemos dejado abandonados a los jóvenes.

Eduardo Armstrong bajó de su Olimpo de retratista de la alta sociedad para crear un refugio, una isla del tesoro, una patria para los que teníamos entre 10 y 15 años en la década del 70. La revista Mampato nos salvó del peor de todos los monstruos, del más devorador y devastador de todos: el hastío, el aburrimiento. Mampato fue nuestra internet, nuestra enciclopedia, nuestro Punto Aleph, donde pudimos ver simultáneamente y admirar al hombre de Neandertal, a Alejandro Magno, a Manuel Rodríguez. Allí aprendimos los nombres propios de seres y cosas de la prodigiosa variedad de todo lo existente y encontramos nuestro propio nombre, nuestro propio rostro, un rostro hecho de la suma de todos los rostros de la gran aventura humana, esa que emocionó a Armstrong.

La revista Mampato comenzó a circular un año antes de la llegada del hombre a la Luna, en medio de una Guerra Fría que colocaba al mundo al borde de conflagraciones de alto poder destructivo y una dictadura militar en Chile que nos mostró una violencia inédita en nuestra propia historia. No eran tiempos fáciles, pero Mampato estaba ahí, como escudo protector. Y detrás del niño protagonista de la tira cómica que daba nombre a la revista, Armstrong nos invitaba a cruzar, sin miedos, la difícil frontera que separa la infancia de la adolescencia, contagiándonos la pasión por el conocimiento y el descubrimiento, el amor por el arte, la cultura, la ciencia, como antídotos contra la estupidez, la ignorancia y el Mal. Que es donde nuestro sistema educativo ha fallado estrepitosamente.

Hoy el mundo es tanto o más difícil que el de la década del 70, pero no está Mampato, la revista en que nos formamos como aventureros de lo posible. Y escasean referentes de la talla de Eduardo Armstrong, amigo de nuestra infancia, hermano de asombros y conquistas. Su visita fue breve y fructífera, como son las visitas de formas superiores de conciencia que surgen cada cierto tiempo para salvar la infancia del lado oscuro de la fuerza.

 

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