Humanidades y pensamiento complejo

Humanidades y pensamiento complejo

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Como sea que se haya generado, ha sido provechoso el intercambio de puntos de vista sobre el futuro de las humanidades en nuestro país. Estas son, precisamente, las aguas que vale la pena agitar para que levantemos la mirada e intentemos aunar criterios sobre los ejes del progreso cultural, que es, al fin y al cabo, la fuerza motriz del avance en todas las áreas en las que se define el desarrollo humano.

Se justifica que se hayan alzado voces de alerta respecto de los riesgos de cualquier forma de reduccionismo que, por razones económicas o de otro tipo, establezca prioridades discutibles sobre la formación de profesionales universitarios. Ello no excluye, por supuesto, la necesidad de que las instituciones de educación superior revisen con realismo la perspectiva de las actuales carreras, lo cual, por lo demás, es ineludible a la luz del vertiginoso ritmo que lleva el conocimiento científico y tecnológico.

El desarrollo de las humanidades no puede disociarse de los nuevos retos planteados por la ciencia y la tecnología, incluidos los dilemas que trae consigo la inteligencia artificial. El reto es integrar los saberes. Ninguna disciplina puede prescindir de las otras, y no es posible dar cuenta del mundo en que vivimos sin hacernos cargo de la complejidad.

Edgar Morin ha dedicado su larga vida a la empresa intelectual de reflexionar sobre las exigencias del pensamiento complejo. En su libro “La mente bien ordenada” señala: “La inteligencia que no sepa otra cosa que separar rompe la complejidad del mundo en fragmentos desunidos, fracciona los problemas, unidimensionaliza lo multidimensional. Atrofia las posibilidades de comprensión y de reflexión, eliminando también las oportunidades de un juicio correctivo o de una visión de largo plazo (…). Los desarrollos disciplinarios de las ciencias no han aportado solo las ventajas de la división del trabajo, sino también los inconvenientes de la superespecialización, del encasillamiento y el fraccionamiento del saber. No solo han producido el conocimiento y la elucidación, sino también la ignorancia y la ceguera”.

Morin llama a observar lo que pasa en las escuelas, en las que ya está arraigada la pulsión de separar, fraccionar, aislar las partes, impuesta por “la gran desunión que existe entre la cultura de las humanidades y la cultura científica, comenzada en el siglo pasado y agravada en el nuestro”. Y sucede, enfatiza, que se necesitan vitalmente la una a la otra.

Si nos reconocemos como seres complejos, que viven en una sociedad que también lo es, necesitamos organizar el conocimiento de un modo compatible, y ello solo es posible en condiciones de libertad. Precisamente por eso son tan perniciosas las tendencias de simplificación “ideológica” en el área de las humanidades, calcadas de la experiencia de otros países y que, a menudo, están al servicio de intereses dudosamente académicos. Hemos visto aparecer nuevos sistemas de censura en el mundo universitario, corrientes agresivamente oscurantistas que buscan imponer sus dogmas. Es el caso de la ideología woke que, sobre la base de una metodología inquisitorial, tiende a crear trincheras de identidad monolítica y colectivos de víctimas absolutas de la historia, con las que la sociedad estará siempre en deuda.

Necesitamos maestros de humanidades (filosofía, literatura, historia, artes) que no olviden que pensamos con palabras, lo que supone dar máxima importancia al estudio y buen uso de la lengua materna, que es el principal instrumento de conocimiento. Es indispensable que dichos maestros inicien a sus alumnos en el arte de leer comprensivamente, expresarse del mejor modo posible, pensar bien (lo que no significa “pensar correctamente”), formular preguntas esenciales, cultivar el espíritu crítico y dudar permanentemente. ¿Puede entenderse esto como una forma de desdén hacia las ciencias? Sería absurdo. Morin dice que lo que necesitamos es una ciencia con alma. (El Mercurio)

Sergio Muñoz Riveros