In God We Trust

In God We Trust

Compartir

Trump, en las solo siete semanas que lleva, ha causado profunda inquietud con sus anuncios de mayores aranceles. ¿Está iniciando una transformación radical del orden económico internacional? Esa es la pregunta.

Para responderla, debemos evitar dos formas de negación que han probado ser fatales en otras coyunturas históricas. La primera es no tomarse en serio lo que un carismático y poderoso líder anuncia a los cuatro vientos. La segunda es suponer que el líder es ignorante, por lo que sus anuncios se verán frustrados por la realidad.

La mayoría de los análisis han incurrido en una u otra negación. Tratándose de la primera, se ha sostenido que los anuncios de Trump no tendrían realmente por objetivo aumentar los aranceles, y más bien serían una táctica para negociar otros temas. Tratándose de la segunda, se le ha tildado de “mercantilista”, lo que importa una ofensa a su intelecto, por ignorar doscientos años de teoría económica.

Ambas negaciones suponen que las pérdidas de eficiencia derivadas de una mayor protección comercial, para Estados Unidos, serían de magnitud sustantiva. Así, si no se toma a Trump por ignorante, sus anuncios de aranceles no los llevaría a cabo —primera negación– debido a las pérdidas de eficiencia que acaecerían si efectivamente lo hiciera. Alternativamente, si se le toma por ignorante –la segunda negación–, los aranceles tendrían corta vida porque las pérdidas de eficiencia serían de una magnitud tal que deberá echar pie atrás.

Pues bien, ocurre que las susodichas pérdidas de eficiencia, para el caso de Estados Unidos, carecen de la magnitud suficiente como para mover la brújula.

Resulta sorprendente que hoy nadie parezca recordar que connotados economistas –muy lejos de la cultura Trump— ya venían advirtiendo, desde hace más de 20 años, que un creciente comercio internacional, como el que comenzaba a ocurrir con la emergencia de China y luego con la creación de la OMC en 1995, sería problemático para Estados Unidos. Advertían que las ganancias de eficiencia logrables no guardaban relación con un negativo impacto social. Y bien, eso se parece bastante a decir que hoy, un aumento de protección significará pérdidas de eficiencia menores en comparación con impactos sociales potencialmente positivos, que es el corazón intelectual de la agenda Trump.

Veamos. Paul Samuelson, considerado el padre de la economía moderna, sostenía que las ganancias de China con la globalización podían venir a costa de Estados Unidos; Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, advertía que el comercio con países de bajos ingresos comenzaba a ser de un tamaño tal que podía afectar adversamente la distribución de ingresos; Alan Blinder, exvicepresidente de la FED, prevenía que la externalización internacional podía ocasionar una dislocación sin precedentes en el mercado del trabajo de dicho país; Dani Rodrik, profesor de Harvard, escribiendo en 1994, cuando el arancel promedio de Estados Unidos era de 5%, calculaba que por cada dólar ganado en eficiencia gracias a un total libre comercio ocurrirían 50 dólares en redistribución: Adam, que vivía en NY, se beneficiaría en $51, mientras que David, que vivía en Detroit, perdería $50, todo un terremoto social que, el mismo autor escribiendo luego en 2011, estimaba podía conducir a un futuro backslash en la globalización mundial, a ser precipitado por los mismos Estados Unidos.

El terremoto social efectivamente terminó ocurriendo, afectando especialmente a la población blanca “blue collar” —la que carece de educación superior—, y en cuanto al backslash, ya está con nosotros y se llama Donald Trump y su agenda MAGA.

Como puede verse, Trump está en respetable compañía intelectual cuando desdeña las pérdidas de eficiencia interna que acaecerían con su agenda proteccionista, y bien afirmado en la evidencia cuando espera potenciales impactos sociales positivos, que beneficiarían especialmente a su principal base electoral, los blue collar ya referidos, principales perjudicados por la globalización. No suponga que Trump no sabe economía y tampoco que lo que anuncia no lo va a cumplir.

Cierto, las pérdidas de eficiencia podrían ser mayores si los aumentos de aranceles son reciprocados por los países afectados, precipitando una guerra comercial global. Pero en esa guerra, Estados Unidos lleva las de ganar: dispone de tecnología de punta y también de enorme dotación de recursos naturales, una doble condición que ningún otro país exhibe. Never bet against America, reza una máxima de larga data en el mundo financiero y empresarial.

Desde luego, los anuncios de Trump son pésima noticia para el resto del mundo y complejos para los propios Estados Unidos en la transición, como ha acusado el mercado accionario norteamericano esta última semana. Pero lo que llama a mayor alarma es la amenaza de aranceles discriminatorios o punitivos según el país de origen: altos a México y Canadá; más altos aún a China y quién sabe qué depare finalmente a Europa. De continuarse en ello, retrocederíamos ya no solo a una algo menor globalización como la que prevalecía antes de la OMC, sino derechamente a los años 30 del siglo pasado, cuando aún no existía el GATT, articulado en 1947, que prohibió los aranceles discriminatorios o punitivos salvo en casos calificados, asegurando una civilizada conducta de autocontención comercial de las potencias más poderosas, de la que el mundo se pudo beneficiar en los últimos ochenta años.

Contestada entonces la pregunta con que partimos.

Pero queda una última palabra. Los aranceles punitivos son propios de un ambiente geopolítico enrarecido, y por eso fueron comunes en los años 30. Resulta perturbador que a Trump parezca gustarle también la coreografía de dichos años. Ojalá sea un bluff, pero la invitación a Canadá a convertirse en el “estado 51” nos trae un flashback del Anschluss, mientras que la disposición a resolver el destino de Ucrania en negociación directa con Rusia, con el afectado ausente, recuerda a Múnich 1938.

¿Volvemos a los años 30? Esperemos que no. In God We Trust. (El Mercurio)

Jorge Quiroz