Hoy es Navidad. Para muchos cristianos, sin duda, un momento muy paradojal. Por una parte, la alegría profunda de celebrar el nacimiento del Salvador, y por otra, una seria preocupación por la pérdida de influjo del cristianismo en nuestra sociedad. Que haya quienes incluso se alegren de esta conclusión es una comprobación más de esa realidad.
La paradoja, eso sí, no pueden resolverla los cristianos instalándose en uno u otro extremo de la relación. Ya hubo, pocos años atrás, una tentación teocrática en pequeños sectores de creyentes que pretendieron —obviamente sin éxito— construir un reinado temporal de Cristo en la sociedad chilena. Algunos invocaron una supuesta teología liberadora para construir ese reino socialista en Chile. Otros, en la vereda del frente, llamaron años después a terminar con las libertades propias de una sociedad democrática —para proteger la salud moral de las personas, decían— en el nombre de un cristianismo que bien merece ser llamado —en este caso, sí— integrista o fundamentalista.
En un tono algo más aguado, a lo largo de nuestra historia ha habido también quienes han adoptado una perspectiva clerical —aunque no por completo teocrática— para impulsar sus propios proyectos políticos. Y eso sucedió en sectores de la derecha conservadora del siglo XIX, en el centro socialista-comunitario de mediados del siglo XX, y en algunas vertientes de la izquierda de la segunda mitad de ese mismo siglo. Tampoco ese clericalismo podía resolver la ecuación a favor del cristianismo, porque las intenciones de esos grupos no se dirigían a la raíz de los problemas —el corazón humano—, sino más bien a la conservación o al cambio de las llamadas “estructuras”.
Tampoco les conviene a los cristianos asumir como punto de referencia único el otro polo de la paradoja, concluyendo torpemente que no hay nada que hacer, que el influjo cristiano se perderá casi por completo, que solo permanecerán pequeños núcleos autosegregados, amparados en un espíritu de ghetto, según la señera expresión de Gonzalo Vial. Hace ya unos 30 años, me lo decía de modo rotundo un buen amigo: “A mí solo me importa el metro cuadrado donde mi familia y yo podamos vivir un cristianismo auténtico”. Recuerdo haberle preguntado dónde quedaba esa alfombra voladora.
O sea que los creyentes tendremos que movernos entre alegrías y desazones, en la coyuntura de un país en el que aún están presentes la fuerza histórica de la doctrina y de la vida cristianas. Habrá que ir de aquí para allá: desde la convicción en la virtualidad constructora y reparadora del cristianismo, hacia el respeto más declarado y profundo por quienes no lo valoran, lo desprecian o incluso lo combaten.
La Navidad es un gran momento para recorrer el camino desde la alegría de la fe hacia esos mundos donde la celebración tiene otros fundamentos: agradable reunión familiar, felicidad de los niños, comienzo del cierre del año, etc. Si el cristiano es capaz de reconocer en esos motivos fuertes trazas de humanidad, habrá encontrado el modo de resolver la paradoja, porque en vez de condenar “el paganismo”, valorará los profundos anhelos del corazón humano ahí presentes.
Podrá el cristiano sugerir a esos mundos que reflexionen sobre la certera consideración de C. S. Lewis: “El bienestar es lo único que no puede obtenerse cuando se lo busca directamente; si se busca la verdad, puede que se halle bienestar al alcanzarla; pero si se busca el bienestar, no se encontrarán ni la verdad… ni el bienestar, solo un suave paliativo y deseos ilusos en un comienzo, y al fin de cuentas, desesperación”.
Pero, por supuesto, seremos los cristianos los primeros que tendremos que convencernos de esto. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas