Transitar por la vida ejerciendo poder político es pasearse por campo minado. Como pocos, este gobierno lo experimenta en carne propia. Justa o injustamente responde con su crédito por los incendios de hoy, ayer por los niños maltratados del Sename, por los abusos enquistados en Gendarmería, por descoordinaciones entre Servel y el Registro Civil, por haber abierto la caja de Pandora de la gratuidad universal de la educación superior sin pensar en serio sus implicancias, por no haber focalizado los recursos de la reforma tributaria en mejorar la educación escolar de los más pobres, por la incapacidad de gobiernos anteriores de hacerse cargo del turbio y corrosivo maridaje entre dinero y política, y así, suma y sigue, cuesta abajo en la rodada va el Gobierno que quiso identificarse más con la ciudadanía que con la política, porque esta estaba desprestigiada.
Siempre puede ser peor, como dijo la Presidenta. Peor porque mientras no se arregle la política, difícilmente podrán encontrar remedios los gobiernos.
No se trata de maldición o yeta. A estos hijos de la modernidad racionalista no nos convence hacer sacrificios a los dioses cuando tiembla, se salen los mares o se queman los campos. Preferimos seguir creyendo que nos organizamos colectivamente en el Estado para reaccionar a tiempo y con eficiencia. En vez de llevar becerros al templo, como hacíamos no hace mucho, vertemos desprecio sobre quienes tuvieron la osadía de pedir nuestra confianza cuando nos parece que no han estado a la altura.
Tampoco parece convencer la derecha con su tesis de que el problema radica en la ineptitud de este gobierno. El mismo electorado que les dio la espalda a las fuerzas que apoyaron a Piñera al término de su gobierno, ahora, aún en medio de los incendios, del temor y de la frustración, posterga al candidato de la eficiencia, quien empieza a marcar menos que el de la empatía, aunque este tampoco marca mucho, pues el único popular ahora es el que aún no aparece.
No es tanto este gobierno el que falla, como el Estado de Chile el que se muestra mal preparado para satisfacer las necesidades y expectativas generadas. El mismo Estado que tuvo la capacidad y la fuerza de hacer una transición en medio de complejas turbulencias, de disminuir severamente la pobreza, de aumentar el Producto Geográfico Bruto, de ampliar las libertades y el goce de los derechos, de ensanchar la confianza y la autonomía de los chilenos, ya parece un boxeador cansado, manoteando desde las cuerdas.
La modernización del Estado que empieza a echarse en falta no pasa tanto por complejas fórmulas de reorganización institucional, no es tanto una tarea de ingeniería burocrática, como una de refundación de ideas políticas. Solo en ellas puede volver a germinar la confianza de liderazgos. Cuando la Concertación perdió pie en esa marcha, creyó que podía refundarse empatizando con la ciudadanía. Sus partidos están a punto de tropezar con la misma piedra.
Empatizar obliga a moverse inmediata y sucesivamente tras toda demanda intensa. Pero ocurre que no existe preocupación ciudadana por los incendios en invierno, ni por las enfermedades respiratorias en verano. La ciudadanía no vive preocupada de las erupciones volcánicas en tiempos de calma, ni de la sequía mientras llueve. Tiene buenas razones para no hacerlo.
Son los gobiernos, es el Estado el que debe estar atento a las minas subterráneas, es su deber de vigía en esta travesía por el campo minado, pero para ello necesita alguna distancia del coro y no puede guiar si va siempre con la cabeza vuelta, atento a los signos del coro de las redes sociales.
El guía necesita aplomo, debe contar con alguna confianza en sí mismo. Sin esa reconstitución política no habrá modernización estatal que valga para enfrentar los embates que inevitablemente se nos seguirán viniendo encima. (El Mercurio)