Cuando tenía 11 años ingresé a estudiar al Instituto Nacional. Lo primero que me llamó la atención fue el misticismo que envolvía todo lo relacionado con su historia, sus exalumnos, los profesores y directivos. Era un edificio del tamaño de una cuadra, en pleno centro de Santiago, con 4.200 alumnos que cada vez que la situación lo ameritaba no dudaban en entonar al unísono el himno del colegio, que finalizaba diciendo: “…pues cupo al Instituto/ la espléndida fortuna/ de ser el Primer Foco/ de luz de la Nación”.
La carga emotiva sin duda es inmensa. No sólo porque la mayor parte de quienes entrábamos al colegio proveníamos de familias de clase media baja o incluso más vulnerables, y por lo tanto, llegábamos profundamente esperanzados en poder recibir una educación de primerísima calidad para así poder acceder a las mejores universidades del país y con ello concretar el sueño de superación que nuestros padres desde pequeños nos habían inculcado; también sabíamos que en las aulas de esa institución habían estudiado 16 presidentes, lo que nos embargaba un profundo orgullo. Incluso tuve la suerte de estar en primero medio cuando esa cifra se abultó al ser electo Ricardo Lagos Escobar en la primera magistratura.
Tengo que confesar que para muchos de nosotros no fue fácil adaptarnos al exigente ritmo de nuestros profesores, pero justamente en esos momentos eran nuestros maestros y más de alguna vez el propio Rector, Don Sergio Riquelme Pinna, quienes nos recordaban con cariño que debíamos hacer nuestro el lema del Instituto para lograr nuestros objetivos: “Labor Omnia Vincit”, lo que traducido del latín significa: “El trabajo todo lo vence”.
En ese contexto, será más fácil comprender para el lector de El Líbero que no es Institutano por qué existen tantos exalumnos del Nacional que vibramos con el colegio, nuestros excompañeros y las anécdotas vividas durante los años de adolescencia. Por esta misma razón será más fácil comprender el dolor que causa observar la situación actual en la que se encuentra. Ha caído en una degradación que ha durado más de una década, que ha perjudicado a decenas de miles de estudiantes y que tiene al estandarte de la educación pública herido en el ala, con pronóstico reservado.
Los datos son abrumadores. Los resultados promedio de los 700 alumnos que dan la PSU año a año han ido cayendo consistentemente. Incluso en 2016 estuvo fuera de los top 100 y dejó de ser el colegio estatal con mejor resultado promedio, desplazado por el Liceo Augusto D’halmar de Ñuñoa. Siguiendo esa senda, en 2017 estuvo en el tercer lugar, siendo sobrepasado por el Liceo Bicentenario San Pedro de Puente Alto, este último fundado hace tan solo 7 años bajo el antiguo modelo del Instituto, como liceo de excelencia.
Las causas de estos magros resultados son múltiples, como suele suceder en los procesos complejos; no obstante, una de las principales responsabilidades puede ser atribuida a las abultadas movilizaciones que ha padecido el Nacional en los últimos años. De hecho, según ha informado la Dirección de Educación Municipal de Santiago, entre 2011 y 2015 los alumnos estuvieron 372 días sin clases. Más de un año calendario completo.
Frente a esta situación, no es de extrañar que el círculo vicioso que atenta contra la calidad de la educación se complete con una disminución en las postulaciones de buenos alumnos, cuyos padres prudentemente deciden no postularlos a un colegio que podrá haber tenido excelencia académica en el pasado, pero que sin clases y sin ley, no les asegura una buena formación. Así las cosas, si hace 20 años postulaban más de 4.000 estudiantes para séptimo básico, en la actualidad esa cifra está muy por debajo de la mitad.
Esta situación se había revertido significativamente el año pasado cuando, por primera vez en una década, el Instituto Nacional terminaba las clases en el mes de diciembre, ya que no habían presentado una pérdida significativa de clases durante las movilizaciones estudiantiles de 2017. Lamentablemente, durante las últimas semanas dicha realidad contrastó de golpe con las antidemocráticas tomas, los lanzamientos de bombas molotov al paseo peatonal Arturo Prat y el hallazgo de elementos incendiarios en la propia oficina del centro de alumnos. La angustia y desesperanza que vive la mayoría silenciosa de la comunidad educativa quedó plasmada en el testimonio de Marlene Ángel, inspectora del colegio, quién manifestó con dramatismo a apoderados en una reunión de emergencia: “Temo que se nos muera uno de sus hijos”.
¿Cómo salir de este entuerto? ¿Cómo recuperar lo que fue el Nacional? ¿Cómo devolver a los estudiantes la emoción por ingresar al Instituto para recibir una formación de excelencia y al mismo tiempo terminar con la angustia de los profesores y académicos que se sienten desbordados? Sólo el tiempo dirá si estas preguntas logran ser resueltas o si tendremos que conformarnos con recordar al Primer Foco de luz de la Nación como uno que lentamente dejó de brillar tanto como antaño y que sufrió su propia decadencia, hasta apagarse por completo. (El Líbero)
Jorge Acosta, Director Ejecutivo, Instituto Res Publica