¿Qué diferencia hay entre los talibanes que en 2003 dinamitaron los budas gigantes de Bamiyán y los vándalos que destruyen estatuas de Cristóbal Colón? Al parece, cero. En ambos casos, se observan conductas carentes de raciocinio, propias de un animismo fanático, muy alejado de los actuales niveles civilizatorios. Es una especie de furia incontrolable para hacer ajustes de cuenta con incomodidades. Volcánicos y carentes de sentido.
Sin embargo, hay una diferencia interesante. Los talibanes son hordas arrancadas de siglos pretéritos; clanes que, por estar viviendo en valles montañosos aislados, son impermeables al avance cultural (incluso respecto a otras corrientes musulmanas). Su obsesión es la modernidad. Los vándalos, en cambio, son hordas que viven en esta época; tropeles de desadaptados urbanos, que atentan contra símbolos históricos e íconos de la tradición. Su obsesión es el pasado.
A la luz del actual avance civilizatorio, ambos son inaceptables por igual, toda vez que plantean desafíos similares al carácter liberal de las democracias occidentales. Los talibanes obligan a cuestionarse si la democracia es un bien exportable y si constituye un deber moral dársela a conocer a aquellas naciones que no han podido disfrutarla, al estimarse que carecen de entornos pacíficos. Como el fracaso ha sido estrepitoso, surge la duda: ¿qué hacer con esas tribus refractarias a nuestra percepción de igualdad de derechos para todos los individuos? ¿Cómo hacerles reconocer los avances humanitarios tras siglos de Edad Media, Ilustración, Revolución Industrial y democratización?
Los vándalos plantean asuntos igualmente complejos. ¿Cómo debe garantizar la democracia el derecho a la estupidez? ¿Cómo reaccionar ante la conducta vandálica? El integrante de la Asamblea francesa, el abate Henri Grégoire, al oponerse a la decapitación de Luis XVI y condenar a quienes destruían templos y propiedades de la iglesia católica, brindó la acepción moderna de vandalismo. El fervor revolucionario debe tener límites.
En las débiles democracias latinoamericanas, el asunto se está tornando un incordio muy difícil de abordar. Asistimos no sólo a la acción vandálica -nuestro país es un muy buen ejemplo-, sino también a la proliferación de una mentalidad de barbarie, que se ha apoderado de los entes pensantes de ciertas corrientes autodenominadas progresistas. Al tergiversar hechos o anatemizar a figuras históricas, según sean las necesidades del momento, se confluye necesariamente con el espíritu anidado en el vandalismo. En los últimos años, este populismo progresista ha escogido como blanco nada menos que a Cristóbal Colón, un navegante que ni siquiera supo las dimensiones de sus descubrimientos. Oponerse a Colón se ha convertido en una prueba de pureza populista; un litmus test.
El ejemplo más actual ocurre en la Ciudad de México, en cuyo Paseo de la Reforma se erigía un conocidísimo monumento a Colón, el cual fue retirado con el pretexto de efectuarle algunas refacciones. A los pocos días se supo que sería reemplazado por una escultura en honor a la mujer indígena. Es el capítulo más reciente de una serie de dislates históricos del Presidente Andrés Manuel López Obrador. Aprovechando efemérides múltiples -700 años de Tenochtitlan, 500 de conquista y 200 de independencia- ha promovido una campaña antiespañola completamente tergiversadora de la historia, exigiendo, de paso, perdón al Rey Felipe VI y al Papa. Ambas exigencias, exteriorizadas en idioma castellano desde luego, ha chocado con la opinión de muchos intelectuales. Es evidente que se trata de una campaña absurda si se tiene presente la mezcla cultural que es el México de hoy, tan bien representada por la gastronomía del país, combinando ingredientes locales y aquellos provenientes de la península.
El filósofo mexicano G. Zaid ha procurado poner las cosas en su lugar, preguntándose qué habría ocurrido si, en vez de haber sometido los españoles y sus aliados indígenas a los aztecas, el pujante imperio de Moctezuma hubiese llegado a Cádiz y ocupado el territorio español. Recuerda que las prácticas caníbales y sacrificios de recién nacidos para implorar por situaciones terrenales está suficientemente documentada y no eran simples “excentricidades calendáricas”. Por eso -explica Zaid- los descendientes indígenas se convirtieron con tan intensa devoción al catolicismo guadalupano, con santos cristianos transfigurados, más caritativos y muchísimo menos horrendos que los dioses aztecas.
Otro ataque inverosímil contra Colón ya había ocurrido previamente en la Argentina K. Allí, Cristina Fernández, de improviso, montó en cólera contra el navegante genovés y sacó su conocida estatua de mármol de carrara, esculpida por Arnaldo Zocchi, ubicada en la parte posterior de la Casa Rosada, donada por Italia a inicios del siglo 20. La verdad es que dos años antes, Chávez había visitado a Cristina y le espetó, “¿qué hace ahí ese genocida?” Para no dar lugar a dudas, rebautizó el Salón Colón del palacio de gobierno por Salón de los Pueblos Originarios. Se consideró tan grotescas esas decisiones que sus críticos le recordaron la devoción que siente por otro Colón en Nueva York, en cuya rotonda, que lleva el nombre del descubridor, se emplaza su hotel favorito, el lujoso Mandarin Oriental.
¿No despertarían tales ínfulas revisionistas respecto a Colón el estupor del abate Grégoire? Por cierto. Sin embargo, no es extraño. El rampante populismo progresista bebe de la fuente de la vieja escuela comunista, acostumbrada a borrar de la historia capítulos o personas, según sean las necesidades del partido. Es una conducta dotada de un leitmotiv bastante bizarro. Al no poder modificar hechos históricos, los tergiversan. Al no poder ir contra la fuerza de las ideas, atacan su simbología.
Como se aprecia, aparte de Colón, blanco favorito de los últimos tiempos es la llegada de los españoles, acusándolos de las cosas más inverosímiles. Es una campaña tremendamente absurda. Da la sensación que sus promotores no advierten estar formulándolas en castellano y que este es el idioma del conquistador.
¿Qué diría Neruda de esta irracional aversión a lo español tan visible entre los populistas progresistas? Pese a su militancia política, en Confieso que he vivido admitió lo obvio: “Se llevaron el oro y nos dejaron el oro; se lo llevaron todo y nos dejaron todo; nos dejaron las palabras”. (El Líbero)
Iván Witker