Los primeros días son especiales. Hay que instalarse, lo que demanda un tipo de esfuerzo al que mi cuerpo no está acostumbrado, y por lo mismo, cuando llega la noche casi no me puedo mover por los dolores de músculos y articulaciones. Cuesta además hacerse el ánimo de entregarse y dejarse llevar por la nueva rutina. Sigue acechando el voluntarismo, ese voraz deseo de hacer más cosas de las que se alcanzan a hacer, que se da acompañado de la porfiada manía de planificar bajo la amenaza de que el tiempo del que dispongo para descansar no lo estoy aprovechando como debiera.
Hay un momento, sin embargo, en que se cruza un imperceptible umbral a partir del cual los planes se comienzan a desvanecer y uno se somete al ritmo que le imponen las cosas, entre ellas, el clima. El mayor cambio lo noto en mi cuerpo, que paulatinamente se va acostumbrando a las nuevas exigencias y movimientos. Es entonces, pienso, cuando realmente comienzan las vacaciones.
Nadie imagine que me sumerjo en un estado contemplativo. Hago algo de ciclismo y cabalgatas, con el ceremonial que esto exige. Está además la intensa convivencia con los parientes que vienen de visita, que demanda otro esfuerzo de adaptación.
Pese a todo, dedico tiempo para la lectura. Elijo novelas y ensayos largos, de esos que a lo largo del año uno no se atreve a acometer. Parto compulsivamente, pero con el correr de los días esto también lo abandono. Leo, sí, pero básicamente como otro recurso para divagar. De hecho no lo hago de corrido, frenéticamente, como me parece haberlo hecho en el pasado. Me detengo con frecuencia, dejando que mi mente escape y se dedique simplemente a especular. A veces permanezco sentado, pero la mayoría de las veces me paro, hago algo sin importancia, o simplemente camino un rato, para luego volver a leer.
En estas vacaciones descubrí que en ciertos instantes se me confundían las situaciones y personajes de lo que estaba leyendo con sucesos que había vivido en el pasado reciente o lejano, o con relatos que había escuchado de amigos o conocidos en esos mismos días. Dicho de otra forma, la fantasía y la realidad se me mezclaban, configurando un mundo propio e intransmisible, porque no disponía de las palabras para comunicarlo. Inicialmente me dio miedo, pero luego me dije: he llegado al punto más alto de las vacaciones; en poco tiempo más ya puedo regresar.
Como dije, entrar al modo vacaciones me toma unos días. Lo mismo me sucede cuando se trata de salir de él para volver a retomar el rol que nos hemos forjado y hacia el cual sentimos obligaciones que aún no se extinguen. Hay que desmontar lo que se ha levantado, y esto exige nuevamente un trabajo físico y emocional considerable. Pero me gusta hacerlo yo mismo: es de esos ritos que facilitan sentir cómo se inauguran y clausuran los ciclos de la vida, como es irse y regresar.