Izquierdas contra la izquierda

Izquierdas contra la izquierda

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Allende llevaba apenas un mes en el poder cuando miristas y comunistas se enfrentaron en Concepción. El primero de los muchos muertos que arrojó el período de la UP -olvidados hoy deliberadamente por la campaña de engaño histórico- fue producto de una balacera entre esos connotados grupos de las izquierdas, unos guevaristas, los otros leninistas.

Desde finales del siglo XIX hasta hoy, los izquierdistas de las más variadas facciones se han aplicado mutuamente los mismos criterios con que juzgan a la sociedad toda: se enfrentan entre sí bajo la premisa de la lucha de clases, calificándose unos a otros como burgueses merecedores de una radical eliminación. Ha habido momentos en que a las derechas casi les habría bastado observar cómo los izquierdistas se aniquilaban entre sí.

Anarquistas, stalinianos, trotskistas, socialistas democráticos, socialpopulistas, leninistas, gramscianos, todos han tenido que cuidar primeramente sus propias espaldas, porque sabían que las peores agresiones iban a venir siempre de sus supuestos hermanos de clase; en realidad, de sus enemigos estratégicos.

En Chile, asistimos hoy a otra de las tantas ocasiones en que las izquierdas marginales atacan a la izquierda oficial.

Atentos frente a la posibilidad cierta de un rotundo fracaso de la alianza socialista-comunista en el gobierno Bachelet, el apetito de las izquierdas secundarias se ha abierto: intuyen que hay suficiente degradación ideológica y humana en los partidos marxistas tradicionales como para que opciones menores como las suyas puedan capitalizar -perdón por la maldad verbal- el material combustible que son esas furias y esos odios, esos rencores y esas rabias, que los marxistas tradicionales han cultivado en tantos chilenos, los mismos que hoy están desencantados de esa izquierda histórica. Oportunidad de oro para los marginales, entonces.

¿Quiénes son y qué buscan?

Los anarquistas, quienes no aspiran más que a darse el gustito del caos total. Los hay muy serios -o sea, teóricamente más peligrosos, pero prácticamente más inofensivos- y otros más frívolos -es decir, los de bombas y más bombas-.

Los autónomos de Boric, que desde su matriz gramsciana podrán ir construyendo proyectos de hegemonías parciales en la búsqueda del cambio de paradigma total.

Los progresistas, tan vinculados a un liderazgo concreto, que si Enríquez-Ominami no logra superar la valla de la probidad, tendrán que rearticularse en otros proyectos, seguramente más radicales.

Los revolucionarios demócratas de Jackson, falange tan vital en su capacidad electoral como inorgánica en sus postulados teóricos.

Las agresivas minorías que portan banderas indigenistas, sexuales, animalistas o ecológicas, a las que se les abren enormes posibilidades entre esas masas de chilenos que buscan definir el todo desde una parte de su ser.

Todos los anteriores encontrarán en la nueva legislación sobre partidos políticos una ocasión de consolidar sus influencias, si así lo desean. Y cada nuevo partido, y cada nuevo elector de esos nuevos partidos, significará un voto menos para las izquierdas tradicionales, que ya lo intuyen y por eso ponen trabas a una dispersión asociativa que las afectaría gravemente.

En todo caso, puede ser que varios de los grupos de izquierdas marginales decidan no entrar en el juego electoral. Su apuesta bien podría centrarse en el control de ciertos cuerpos intermedios, de más ámbitos de la cultura, de nuevos movimientos locales y de calle, de medios de comunicación pequeños y virulentos, de una eventual asamblea constituyente.

También esa posibilidad le causaría mucho daño a la izquierda tradicional.

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