Joaquín Lavín, superestrella

Joaquín Lavín, superestrella

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Lo de Joaquín Lavín no es sorprendente. Lo extraordinario es que haya gente -y alguna de ella con amplia experiencia política- que se haya sorprendido. Nadie debiera haberse asombrado por su posición estelar en la encuesta CEP. Si mañana hubiera primarias en la derecha, Lavín ganaría fácil. Luego se impondría en las presidenciales sin mayor contrapeso.

El que durante la última semana dos de los columnistas más influyentes de este periódico hayan escrito críticamente sobre él es un buen signo. Sus adversarios se preocupan, las alarmas se han encendido ante lo que parece un avance lento pero seguro. La hoguera de las envidias está prendida y promete arder con intensidad.

Una de las principales características del alcalde Lavín es que es «buena onda». Es simpático y accesible, tiene un aire de persona normal, parece un tío bonachón. No es estridente, y tiene la rara capacidad de la «empatía». Se puede poner en «los zapatos del otro», de la viejita atribulada por una pensión mísera, de la mujer joven humillada por los piropos agresivos, de la gente de clase media baja que aspira a vivir en su comuna, de las madres que no quieren espacios públicos repletos de humo. Nadie se siente amenazado por Lavín.

Sus críticos lo acusan de poca profundidad intelectual, de no tener demasiados principios, de no expresar grandes ideas. No ha leído lo suficiente, nos dicen; no es un experto en los clásicos griegos ni en Kant; no cita de corrido a Nozick ni a Burke; no tiene a flor de labios una cita de Catulo o Hegel. Hace unos días, uno de sus mayores detractores me dijo que ningún periódico contrataría a Lavín como columnista. A no ser, continuó con una sonrisa irónica, que fuera para escribir una columna de ayuda a los vecinos, un espacio donde se compartieran recetas de cocina y curas para el sarpullido.

Es verdad que Lavín no es un erudito como Ricardo Lagos. Pero, desde un punto de vista histórico esta no es una gran novedad. En contraste con lo que se dice, algunos de los políticos más exitosos y populares en el mundo entero tuvieron un enfoque esencialmente «cosista», un afán claro por solucionar problemas concretos de la población, sin concepciones doctrinarias rígidas o preconcebidas.

Ronald Reagan, ex actor de películas B, es considerado uno de los mejores presidentes en la historia de los Estados Unidos. Se encuentra entre los 10 con mayor imagen positiva y aprobación. Su formación intelectual era escasa y la profundidad de sus lecturas era mínima. Era un cowboy con sombrero alado, al que le encantaba montar a caballo. Su visión doctrinaria se basaba en dos columnas firmes pero más bien crudas: un anticomunismo a ultranza y una enorme confianza en el sistema de mercado. Se rodeó de un gabinete de expertos y logró metas importantísimas, incluyendo el fin de la Guerra Fría, la que por décadas había tenido al mundo al borde de la destrucción nuclear.

Pero el caso más claro es el de Franklin D. Roosevelt, considerado uno de los tres mejores presidentes de los EE.UU. A pesar de haber sido educado en dos buenas universidades -Harvard y Columbia-, FDR era conocido por su falta de espesor intelectual, por su liviandad y su escasa curiosidad académica; todos los que lo conocían lo consideraban un frívolo.

En 1932, cuando siendo gobernador de Nueva York anunció que se presentaría a las primarias de su partido, el famoso periodista Walter Lippmann escribió que Roosevelt era «un hombre agradable, a quien, sin ninguna calificación o atributo importante para el puesto, le gustaría mucho ser presidente». Rex Tugwell, uno de los asesores más cercanos a Roosevelt, afirmó que el futuro presidente no tenía un compás ideológico claro. Le gustaba experimentar con distintas políticas y soluciones, con alternativas que no respondían necesariamente a una gran visión intelectual.

Lo de Roosevelt fue, inicialmente, un «cosismo» puro. En uno de sus mejores y más famosos discursos se refirió a sus votantes como «los hombres olvidados». Su mayor preocupación eran los campesinos, los propietarios de ranchos que habían visto una enorme caída en los precios de sus productos (algodón, maíz, trigo, centeno). Durante los primeros años, Roosevelt avanzó sobre la base de pura intuición. Fue más adelante, cuando desarrolló una visión más completa sobre el rol del gobierno en asuntos económicos y sociales, y sobre el rol de los EE.UU. en la política mundial.

Conocí a Joaquín Lavín en 1961, en la segunda preparatoria de los Padres Franceses de Alameda. Ya tenía una sonrisa contagiosa, y ya era un buen muchacho. Sabía mucho de fútbol, y le gustaba jugar de centrodelantero, aunque para eso no tenía mayores calificaciones. (El Mercurio)

Sebastián Edwards

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