No hay una escena que retrate con mayor fidelidad los problemas que padece la esfera pública que la escena judicial. Basta reparar en el hecho, de veras inaudito, de que los jueces, en vez de oír a los abogados, deban contratarlos, para advertir el tamaño del descalabro.
¿A qué se debe todo esto?
Los factores han de ser varios, sin duda. Pero los más obvios son los que siguen.
Hay, desde luego, una causa intelectual. Progresivamente se ha ido instalando en la práctica jurisprudencial y en las escuelas de derecho lo que podría llamarse una vulgarización del derecho. El concepto ha sido acuñado en la literatura para llamar la atención acerca del hecho de que así como el latín clásico derivó en el vulgar, así también el derecho romano clásico poco a poco se fue deformando y perdiendo el rigor lógico original que poseía. Pues bien, basta dar un vistazo a lo que ocurre con muchos razonamientos judiciales para advertir ese fenómeno de vulgarización en la práctica judicial de hoy que consiste en sustituir el sentido de las reglas por el sentido de justicia de quien las aplica. ¿De qué manera, podría preguntarse, esto se relaciona con los casos que hoy se enjuician? Hay, sin duda, una relación muy estrecha. Cuando las reglas se aflojan, cuando se las interpreta de cualquier forma, con desprecio de la práctica previa y de la literatura, y todo ello se acepta y se aplaude como una adecuación del derecho a la vida, las posibilidades de controlar las decisiones judiciales en base a criterios objetivos son prácticamente nulas. Así los jueces pueden alterar contratos esgrimiendo la buena fe, o decidir políticas públicas esgrimiendo el derecho a la vida, etcétera, o, lo que es peor, se abre la posibilidad de conductas ilícitas como las que han motivado las sanciones de estos días. Si no hay reglas comunes, entonces tampoco hay control. Las reglas tienen por objeto disminuir la incertidumbre y donde el sentido de justicia material las sustituye, la incertidumbre crece y cualquier conducta a pretexto de la justicia se vuelve posible.
Hay todavía otra causa probable derivada de la falta de control externo. Los jueces de la Corte Suprema tienen la última palabra a la hora de decir qué dice el derecho en cada caso. Basta advertir eso para darse cuenta de que ser juez de casación requiere la máxima virtud, la máxima lealtad a las reglas. Como el control externo no existe o es muy difícil, no queda más alternativa que confiar en que los jueces sean capaces de controlarse a sí mismos. Por eso el comportamiento o las transgresiones éticas, la liviandad en el ejercicio de la función, la ligereza a la hora de apreciar los propios deberes no es una cuestión baladí. No vale decir que un juez de la Corte Suprema obró faltando a sus deberes éticos, pero que eso es distinto a sus deberes legales: ese argumento vale para alguien de a pie respecto del cual hay formas de control externo; pero ¿cómo decir eso de un juez cuyo único control cotidiano es él mismo? ¿Acaso no es esa una razón suficiente para ser rigurosos a la hora de evaluar y controlar su conducta? La pregunta de Juvenal ¿quién cuida a los cuidadores? admite en este caso una sola respuesta: han de cuidarse a sí mismos y si no lo hacen, si desatienden su quehacer y los deberes éticos, deben ser sancionados. De otra forma se trataría a los jueces, a la hora de evaluar su conducta, como se evalúa la conducta de un ciudadano, como si fuera un asunto de tráfico social, igual como se juzga el incumplimiento de un contrato, cuando acá se trata del tipo de expectativas que configuran la función pública.
Evaluar a los jueces en momentos tan importantes como los de estos días —como lo está haciendo la propia Corte y el Congreso— no puede ser un asunto entregado a las habilidades litigiosas de los abogados, depender de las llamadas telefónicas a los parlamentarios o de las lealtades partidarias. Se requiere alguna consideración global de lo que los jueces son, un discernimiento, por llamarlo así, de su arquetipo, para luego preguntarse si tal o cual juez en particular ha estado a la altura de este. Por eso tiene sentido, todo el sentido del mundo, reclamar que un juez se comporte como tal: a la altura de lo que su arquetipo reclama. Y a la hora de juzgar su conducta, los senadores han de preguntarse ¿cuánto se apartó la conducta de este juez del arquetipo que configura su rol? ¿Es universalizable esa conducta sin lesión de las instituciones? Y es que un juez debe comportarse como un buen juez lo haría, uno que entre su familia y las reglas prefiere las reglas, uno que sabe que tiene su puesto no para decir lo que él cree justo, sino lo que las reglas establecen. Un buen juez es uno pleno, uno que realiza las virtudes de la imparcialidad y lealtad a las reglas incluso cuando ellas van contra sus convicciones porque, al modo del juez O. W. Holmes, un buen juez se enorgullece de aplicar normas que contradicen sus convicciones porque de esa forma prueba su lealtad a las reglas que le fueron confiadas. (El Mercurio)
Carlos Peña