Señalaba en este espacio, hace cuatro semanas, que a Trump había que tomarlo en serio. Que efectivamente subiría los aranceles, apoyando al “blue collar” que, transitando de demócrata a republicano, le abrió las puertas de la Casa Blanca. Además, que discriminaría según país de origen, desmantelando el orden económico internacional de los últimos 80 años.
Las proyecciones fueron confirmadas, y con creces, el 2 de abril. Interesa ahora prospectar el curso futuro de los acontecimientos, en particular después de que el miércoles pasado Trump dejara en pausa por 90 días la aplicación de los aranceles adicionales según país —con el objetivo declarado de acceder a negociar caso a caso—, pero no el novel arancel universal de 10%, que sí entró en vigor, como tampoco el arancel contra China, con quien se enfrenta en escalada de protecciones recíprocas.
Desde luego, como estamos entrando en terreno no mapeado, las presentes prospecciones solo corresponden a un intento de conjetura educada.
El nudo de la tensión es el conflicto entre Estados Unidos y China. El votante “blue collar” antes referido —63 millones de trabajadores sin educación superior que dan cuenta del 37% del empleo— lleva casi 35 años con salarios reales virtualmente estancados, en un país donde en el mismo período el producto per cápita ha subido casi 70%. En la lectura de Trump, el causante de este desastre social sería China, que hace 35 años daba cuenta de solo el 1,7% del PIB mundial, pero que hoy es la segunda economía del planeta. En palabras del asesor estrella de Trump, Mr. Peter Navarro, “desde que China se sumó a la OMC en 2001, Estados Unidos ha perdido más de 70.000 fábricas y más de 5 millones de empleos manufactureros”. Ahí está el objetivo: eliminar manufactura de China buscando que se relocalice en Estados Unidos.
Al cierre de esta edición, China enfrenta un arancel de 145% en Estados Unidos y este, uno de 125% en China. Lo que viene ahora es una guerra de desgaste, donde los contendores se desangrarán, cada uno por su lado, esperando que el otro acepte transigir.
El daño que puede sufrir China con el arancel de 145% de Estados Unidos es fenomenal, porque la deja totalmente fuera del mercado americano, con productos difíciles de recolocar en otros destinos. A modo de ejemplo, China tendría que redirigir a otros países ventas de calzado y vestuario equivalentes al 6,4% y 4%, respectivamente, de las importaciones totales del mundo de dichos ítems. Eso es imposible. No habrá país que no se proteja de inundaciones de dichos bienes. El impacto social en China podría ser colosal, especialmente si consideramos que las producciones industriales se concentran en unas pocas ciudades, según el rubro. Piense en una ciudad como Cantón, que exporta el 8% de la ropa que importa el mundo y alberga 3 millones de habitantes. Imagine la conmoción que ocasionaría una súbita reducción del 50% (4/8) de su actividad económica en un brevísimo lapso. Y los ejemplos podrían multiplicarse.
En contraste con ello, el daño que podría sufrir Estados Unidos con los aranceles de China es más bajo. Sus principales exportaciones a China, gas y soya, por ejemplo, son bienes estándares que se transan en mercados internacionales líquidos y profundos, por lo que pueden redirigirse más fácilmente a otros destinos.
El problema comercial de Estados Unidos, más que por los aranceles que China pudiese imponerle, viene por las dificultades para sustituir algunos insumos críticos que hoy importa de China, como ingredientes básicos para productos farmacéuticos o semiconductores baratos, que se usan en autos y artefactos del hogar. Pero Estados Unidos podría hacer excepción de su prohibitivo arancel para estos ítems; está en su poder sortear la escasez puntual en ciertos bienes. China, por su parte, consciente de ello, ha optado por prohibir ciertas exportaciones críticas a Estados Unidos, como las tierras raras, esenciales en diversos usos, incluyendo los sistemas de guiado de misiles. Espere una carrera por buscar fuentes alternativas de tierras raras.
Si bien Estados Unidos podría sufrir menos que China en el plano estrictamente comercial, su talón de Aquiles está en su mercado de valores. Las acciones, que mayoritariamente corresponden a compañías que descansan en cadenas de suministro globales, han fluctuado violentamente de precio ante el mínimo arqueo de ceja o pestañeo de Trump en esta guerra comercial; los bonos del Tesoro, por su parte, comienzan a evidenciar tendencia a la baja ——cuando los bonos bajan, las tasas de interés suben—. Ante este aumento de riesgo, la presión del sector financiero sobre Trump no se ha hecho esperar y emerge como un factor que dificultará su guerra de desgaste.
Así las cosas, en la guerra de desgaste, China sangrará por el lado de su actividad industrial, en magnitudes que podrían causar conmoción social interna, mientras que Estados Unidos lo hará, principal pero no exclusivamente, por el mayor riesgo que continuará acusando el mercado de valores.
Pero la guerra de desgaste termina el 3 de noviembre del próximo año, cuando tengan lugar las elecciones de congresistas en Estados Unidos. Si China logra resistir hasta esa fecha, habrá ganado el juego, porque para entonces la prolongada incertidumbre del mercado de valores hace previsible una deserción de republicanos del programa de Trump, que no serán insensibles a las quejas del mundo financiero, especialmente de cara a elecciones. Tampoco podrá Trump exhibir una gran relocalización de manufactura en Estados Unidos, porque las decisiones empresariales habrán sido postergadas esperando el desenlace del conflicto comercial.
Pero como este es un juego de guerra, la posibilidad de que China resista hasta dicha fecha también debería estar en los cálculos de Trump. Buscará entonces que ello no ocurra. En las negociaciones que ahora iniciará con el resto de los países —75 gobiernos haciendo fila para ello— podría exigirles que a cambio de concesiones eleven sus aranceles contra China, procurando un total aislamiento de este país.
Y bueno, llegado a este punto, sería deseable que Trump escuchase un poco menos a su asesor estrella, Mr. Navarro, y consultase con alguno de los más de 30 premios Nobel de Economía norteamericanos. Le recordarían que lo que está haciendo guarda un parecido con el “juego del ultimátum”, ampliamente conocido en la disciplina. Y que a veces dicho juego no termina bien para quien amenaza con el ultimátum, especialmente cuando el sujeto bajo coerción percibe que la oferta que se le está forzando a aceptar es humillante y compromete su dignidad. China podrá no tener suficientes herramientas comerciales para contrarrestar la guerra comercial de Trump, pero sí tiene otras que podría llegar a usar ante un acorralamiento. No por nada es la segunda potencia militar del mundo.
Ojo con China y su dignidad. (El Mercurio)
Jorge Quiroz