El año 2024 pasará a la historia como uno de los años con menos progreso programático hecho por un gobierno desde el retorno de la democracia. Es especialmente preocupante considerando que, si había algún gobierno que prometía llegar con cambios transformadores e irreversibles, era justamente este.
Por lo mismo, es un balde de agua fría que no se haya avanzado más. Ni siquiera en los proyectos que caían en el patio trasero, como el proyecto de aborto anunciado en campaña, mencionado reiteradamente desde el inicio del gobierno, y con especial énfasis en la cuenta pública de junio de este mismo año.
¿Por qué? ¿Por qué el gobierno ha avanzado tan notoriamente poco en todos los ámbitos, llevando incluso lo que siempre ha sido una marca de orgullo para el país—como la inversión extranjera, el comercio internacional, el posicionamiento económico, y la predictibilidad financiera, a transformarse en índices rojos?
Pues, bien, esta semana se entregaron más pistas para entender el fracaso.
Solo en siete días, los últimos siete, el gobierno se peleó con tres de las instituciones más fuertes, arraigadas y relevantes para el desarrollo económico, la estabilidad política y la supervivencia de las tradiciones culturales en el país.
Primero, el oficialismo rivalizó con el Senado.
Esto vino luego de que se concretara un acuerdo en la cámara alta para avanzar en un proyecto de cierto consenso que implicaba cambios puntuales. Pero en vez de dejar que el tema avanzara por el conducto regular, los dos principales sostenedores del gobierno, el Partido Comunista y el Frente Amplio, propusieron movilizaciones para volantear en una ofensiva paralela.
Luego, el gobierno se peleó con la Iglesia Católica
Un segundo desencuentro ocurrió luego de que el gobierno, otra vez, no fuera capaz de legislar a tiempo sus propias promesas, viéndose incluso forzado a archivar el emblemático proyecto de aborto que le había prometido a su base. En vez de asumir su fracaso para procesar reformas y conseguir votos a tiempo, o al menos de asumir que su promesa no fue más que una mera estrategia electoral, el gobierno arremetió contra el Arzobispo Fernando Chomalí por defender lo que ha sido una posición fundamental para el poder fáctico con más simpatizantes del país.
Y, tercero, el mismo Presidente Boric salió a criticar al sector empresarial.
Profundizando su tesis de que los empresarios actúan por emociones y no incentivos (“pesimismo ideológico”), Boric se definió en negativo, como partidario de cualquier cosa que no le agrade a las AFPs.
Mientras tanto, el Presidente acumula 70 días sin responder preguntas de la prensa, dejando espacio para especular con qué fin, y a qué costo, lidera la ruptura política, cultural y económica.
En cualquier caso, no hay que especular mucho para entender que es todo intencional, y que es ese precisamente el espíritu del gobierno, que diagnostica problemas con facilidad pero que es incapaz de proponer soluciones viables.
Es una táctica que impide ganar, pero tampoco permite perder. Se puede confundir la complacencia con incompetencia, pero al final es simplemente una manera de mantener el poder. La administración de Boric sabe que, para estar ahora, y volver después, no necesita mucho más que rivalizar con el poder tradicional, fáctico y económico. Sabe que su base tomará su lado, y que incluso si no obtiene logros, eso será suficiente.
Es relevante constatar esto, porque, a pesar de que siempre se ha dicho, no se había visto nunca con tanta nitidez. Qué duda cabe ahora de que el gobierno actual está en contra de la política de los acuerdos (como la que lideró la Concertación con su política de concesos), las bases culturales y sociales del país (como lo es la tradición cristiana), y en contra de los beneficios que probadamente puede traer el mercado (el capitalismo).
Claro, era obvio que era un gobierno que estaba en contra de estos tres pilares fundamentales para el desarrollo del país, pero no estaba claro hasta dónde llegarían para comprometer el futuro del país.
Sabíamos que el rechazar acuerdos, definirse como minoría cultural, y definirse como “lo que no es el otro” servía para ganar elecciones. Ahora sabemos que también es lo que pavimenta el camino al subdesarrollo.
Si se demuelen los pilares de desarrollo del país, y se opta por la vía alternativa, como la calle, las movilizaciones, la política caótica sin raíces en la historia, y en contra de lo que toda la evidencia comparada sugiere, es obvio que habrá retrocesos.
Para probar el punto no hay que ir muy lejos. Un estudio de Arturo Claro y Gonzalo Sanhueza (de la FEN), también publicado esta semana, muestra el fuerte retroceso que ha sufrido el país precisamente por haber consentido en la política rupturista. Si antes se estimaba que al país le faltaban dos décadas para alcanzar el estándar OCDE que se utiliza para clasificar a un país como desarrollado, ahora, tras las reformas estructurales de Bachelet, el innecesario proceso constituyente y el desilusionante gobierno del Presidente Boric, la distancia ha aumentado a 50 años.
Son treinta años de retroceso, cortesía de una administración inmadura, emocional y dispuesta a hipotecar el futuro por su propia complacencia. (Ex Ante)
Kenneth Bunker