La alcaldía y la lucha por los símbolos

La alcaldía y la lucha por los símbolos

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Esta semana —en que hay cambio de alcaldías— se ha puesto de manifiesto aquello que suele subyacer al poder: la voluntad de representar la totalidad o de constituirla mediante símbolos. Un símbolo es un sustrato sensible de algo que no es, sin embargo, sensible (así, la cruz es símbolo de la pasión de Cristo; la bandera, símbolo de la patria, etcétera), en el símbolo se expresa una dimensión de la realidad que no podemos ver, oler, tocar, oír o saborear, pero que pensamos existe.

Y eso es lo que hace relevante detenerse un momento en lo que está ocurriendo, en estos mismos días, con los símbolos entre nosotros.

Veamos.

Al asumir la alcaldía de Santiago, el nuevo alcalde, Mario Desbordes, arrió la bandera de la diversidad sexual y la bandera mapuche, o la que pasaba por tal, y que se popularizó en los días de octubre del año 19.

¿Cuál es el significado de ese acto? ¿Tiene alguno en especial o no es más que un gesto equivalente a la conducta de enarbolarlas?

No cabe duda de que cuando Irací Hassler, la alcaldesa saliente, decidió izar esas banderas fue la expresión del particularismo que de pronto inundó a la izquierda, la idea de que no existe una comunidad cívica, sino más bien un archipiélago de culturas o de preferencias en las que cada uno hunde y encuentra su identidad. Se trató de una actitud que se había iniciado en la primera Convención Constitucional cuando hubo allí, en casi perfecta simetría, una multitud de banderas entre las cuales costaba distinguir el pabellón nacional.

La decisión del alcalde Desbordes debe ser examinada sobre el fondo de esa realidad que él, con este gesto, vino a derogar.

Se trataría de recobrar la idea de que somos una comunidad diversa, es cierto; pero cuya diversidad no logra disolver un fondo común que nos constituye. Al sacar esas banderas no se niega lo que cada una de ellas representa, lo gay o lo mapuche, sino el hecho de que ellas simbolicen algo equivalente a la idea de comunidad nacional. Hay, pues, en este gesto una voluntad de universalización —por debajo de las diferencias hay algo sustantivo que nos constituye— y un rechazo del particularismo.

Otro ejemplo de esta lucha de los símbolos y los nombres se encuentra en Ñuñoa, donde, a última hora, el concejo saliente acordó dejar de nombrar a una calle como República de Israel. Lo hicieron, se dice, como una forma de manifestar una protesta por la conducta de Israel en la actual guerra, a la que se considera genocida. Pero es evidente que el gesto va mucho más allá de ese sentido que dice poseer, porque al derogar el nombre es obvio que el sentido subyacente es derogar también lo que él designa, no solo reprochar esta o aquella conducta bélica. Se usó, pues, una facultad municipal para emitir tácitamente un juicio mayúsculo, derogatorio, una forma implícita y simbólica de negar el derecho de existir por la vía de suprimir el nombre de una calle.

Y se encuentra, claro está, el caso del general Baquedano, cuyo plinto vacío subsiste aún en medio de la plaza, en medio del más elocuente silencio acerca de su destino, ¿se le repondrá allí o en las cercanías?, ¿se le tendrá oculto como algo vergonzante?

Se ha sugerido una consulta ciudadana para decidir su destino. Parece sencillo y civilizado, pero no lo es. Porque si bien es natural que la voluntad elija sin más un logo o una marca de este o aquel producto, de este o aquel club o asociación, si es sencillo pensar una elección de esto o aquello como una decisión estética, no es para nada natural que una simple suma de voluntades pueda determinar la memoria colectiva y las huellas que ayudan a retenerla. Un monumento, como todos los símbolos, es la invitación también a pensar un cierto significado, justamente aquel que él imperfectamente quiere expresar, y por eso es pueril creer que las sociedades tienen monumentos como quien elige adornos o marcas distintivas, puesto que ellos son una huella de algo que acaeció que merece ser pensado y que al rememorarlo reclama se le piense una y otra vez. En psicoanálisis se usa la expresión huellas mnémicas, para designar las marcas que dejan en la memoria las percepciones y las experiencias que subsisten, incluso apenas como una mancha, cuando una nueva huella se superpone sobre la anterior. La historia es también una suma de esas huellas buenas o malas, y para recordárnoslas tenemos monumentos, que no son como suele creerse ni simples homenajes ni adornos en un espacio que de otra forma estaría vacío, sino símbolos con que intentamos atrapar lo que la experiencia directa no es capaz de brindarnos.

Por eso no hay que mirar a la ligera lo que está ocurriendo con los símbolos y los nombres; es un síntoma de la cultura de hoy, de la forma en que pensamos la realidad y concebimos a los demás y a nosotros mismos. (Emol)

Carlos Peña