“La redacción del artículo 269 del Código Penal no responde a los fenómenos sociales actuales ni a los de desórdenes públicos que enfrentamos, lo cual se ha traducido en (…) la consecuente impunidad de quienes son parte de estos hechos públicos ante la falta de tipos penales que describan adecuadamente las conductas que (…) debieran ser objeto de sanción”. ¿Qué explica que este pasaje, tomado del mensaje por el cual, el 27 de septiembre de 2011, el entonces Presidente de la República hacía llegar al Congreso el proyecto de lo que se denominó la “ley Hinzpeter”, parezca igualmente pertinente en referencia al proyecto de ley actualmente en discusión?
Una similitud obvia entre ambos proyectos aparece en lo que, muy generosamente, podríamos llamar la “técnica de tipificación” empleada. Tratándose del actual proyecto, esa técnica consiste en especificar un conjunto de conductas constitutivas de desórdenes públicos, para hacer punible el “tomar parte” en ellas por parte de personas que se “valgan” de una manifestación o reunión pública. Los redactores del texto parecen creer que, adornando ese mero “tomar parte” en los desórdenes con un par de adverbios, estarían reduciendo la extraordinaria amplitud de la fórmula. Los dos adverbios ornamentales son “activa y violentamente”. Si combinamos esa fórmula con la situación prevista en el Nº 2 del artículo propuesto, obtenemos lo siguiente: queda expuesto a sufrir una pena de 541 días a cinco años de cárcel quien, “valiéndose de una manifestación o reunión pública”, toma parte “activa y violentamente” en “ejecutar actos de violencia peligrosos para la vida o la integridad física de las personas, mediante el lanzamiento de elementos contundentes, cortantes, punzantes u otros aptos para esos fines”.
¿Podemos tomarnos en serio las palabras del artículo propuesto? ¿Se añade algo a la exigencia de que se ejecuten actos de violencia mediante el requisito de que se tome parte violentamente en ellos? ¿Y se añade algo a la exigencia de que sean lanzados objetos de ciertas características, de un modo que ponga en peligro la vida o la integridad física de “las personas”, mediante el requisito de que el acto de lanzarlos sea violento? ¿Podría alguien decir que no se está criminalizando el lanzamiento de una piedra en el contexto de una manifestación?
¿Y alguien discute que si, por ejemplo, un carabinero resulta impactado por esa piedra, ese carabinero habrá sido víctima de un delito ya penalizado por la ley hoy vigente?
Durante las últimas ocho semanas, las calles de Chile han sido el escenario de violencia masiva y brutal. En sus manifestaciones más agudas y extendidas, esa violencia no ha sido ejercida contra, sino por la policía. El esfuerzo por imponer unidireccionalmente el calificativo de violentos sobre quienes han tendido a padecer el ejercicio de esa violencia evoca un antecedente de nuestra historia “legislativa”: en 1984 entró en vigor una ley -en rigor: un decreto ley- que imponía el calificativo de terroristas sobre quienes corrían y corrieron el riesgo de ser víctimas del actuar de las organizaciones terroristas que, como instrumentos de la dictadura, pretendían resguardar la “seguridad nacional”.
Esa banalización (estratégica) de la noción de terrorismo ha tenido consecuencias que hasta hoy seguimos padeciendo. Sería ingenuo esperar algo distinto de la actual apuesta por banalizar el concepto de violencia.
La Tercera