Ted Chiang imagina un mundo en que no necesitemos recordar nada: un dispositivo recuerda por nosotros absolutamente todo y con gran fidelidad, como una videograbadora implacable. Nos basta buscar la ocasión que queremos, y esta se desplegará ante nosotros, completa. A voluntad. En un largo cuento explora qué sucede entonces. Alguien decide revivir la escena cruel en que su hija se va de la casa pronunciando unas palabras con toda frialdad. Una sorpresa lo espera, sobre su propia memoria.
El Funes de Borges, aquel memorioso, recuerda todo, también, sin omitir nada. Recordarlo todo es la imposibilidad de jerarquizar, de construir una historia. Recordarlo todo es al mismo tiempo no entender nada.
Nietzsche habla de la necesidad humana de olvidar. Olvidar es también jerarquizar, seleccionar, armar un modelo de memoria, escribirse una historia hecha de olvidos, pero historia al fin, cuento al fin. Y todo lo humano necesita cuento.
Tuvimos alguna vez la arrogancia de creer, cada uno, que la historia personal que armaba —ese cuento— era la verdad, era la realidad. Alguna vez pensamos que esa “verdad” sanaba, y era definitiva. (Solo hasta la próxima vuelta, eso lo sabemos ahora. Todos, no solo las candidaturas, necesitamos cuento, y lo llamamos “relato”. Sirve hasta cuando sirve; caduca inesperadamente, a veces, y vamos buscando otro cuento.)
Esto “viene a cuento” por un hecho sorprendente. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores, los que se han impuesto por la fuerza, ellos y sus versiones de los hechos. En ese sentido, los vencedores del golpe cívico-militar del 11 de septiembre deberían haber escrito la historia. No lo hicieron. Jamás lograron imponerla.
Chile es país de victorias morales, dicen, y el martirio es la máxima victoria moral. La historia de esa época, al menos la que se ha quedado en la memoria colectiva, fue escrita desde la victoria moral. Como todas las historias, está hecha de suficientes recuerdos como para resultar convincente y de suficientes olvidos como para resultar coherente. De ahí a ser la verdad y la realidad, bueno, hay una distancia enorme, insalvable a veces.
Lo digo tras haber vuelto a ver, años más tarde, los tres episodios de La batalla de Chile. Cuánto sufrimiento provoca, cuánta verdad se recupera tras años de silenciamiento. Nadie pretende que esa sea toda la verdad, supongo; sí, ciertamente, parte de la verdad. Quienes estuvimos ahí y seguimos vivos, a la vez reconocemos lo que hay y extrañamos lo que sentimos que falta. La vida que conocimos y no fuimos capaces de articular es, como decía Fernando Pessoa en un poema, “un pedazo de nada”, y muere junto a la generación que la vivió. Los distintos “relatos” se servirán de ella según les convenga en el presente. Así se constituye la memoria humana, qué hacerle. (El Mercurio)
Adriana Valdés