No obstante la brecha, la franja de unas elecciones primarias, que ni siquiera cubren todo el espectro político, ha tenido un muy alto ratingde audiencia. Igualmente lo tuvo el debate televisado entre los candidatos de Chile Vamos, no obstante la hora y los evidentes defectos que mostró su formato y la forma rabiosa en que se enfrentaron. Parece atisbarse en ello una preocupación por lo público, que no se condice con la distancia que se da por establecida entre la política y la ciudadanía. Entonces, es posible que haya desconfianza, pero no despreocupación.
La última encuesta CERC-MORI muestra la falta de adhesión entusiasta por cualquiera de los candidatos; pero contiene un dato menos llamativo que puede ser importante: un 62% de los encuestados responden que votarán en noviembre de 2017, una cifra que, de llegar a concretarse, aunque sea en parte, representaría una recuperación del espíritu cívico sobre el que se cimenta la alicaída política. CERC-MORI recuerda que menos de la mitad votó en la anterior primera vuelta y aún menos en la segunda, y apuesta a que la promesa de ir a votar está inflada, que corresponde a algo típico chileno, que se irá desvaneciendo en la medida en que nos acerquemos a esas elecciones.
Pero puede que no sea como CERC atisba. En la misma encuesta hay un inédito 39% que mira las próximas elecciones presidenciales con preocupación; con esperanza lo hace un 32%, y solo un 28% contesta que no le interesa la elección.
Hace mucho tiempo que casi todo político viene destacando que el mal de la política chilena consiste en la gran y creciente desconfianza del pueblo hacia sus instituciones; un hecho indudable. Pero la fórmula clásica de quienes están en la política por cerrar esa brecha consiste en hacer llamados a volver a reencantar, invitaciones a sembrar la esperanza, apelativos a que es posible y necesario volver a soñar con un Chile mejor. Nada de eso ha dado muchos resultados en términos de abatir la desconfianza.
Si, en cambio, la desconfianza no se transforma en distante indolencia o desprecio, sino en preocupación; si se expande la percepción de que nuestra vida individual depende de modo importante de la manera en que compartimos colectivamente y esa preocupación se hace más activa y encuentra canales, que la institucionalidad democrática debe ir abriendo; el que, de paso, es el gran desafío de cualquier cambio constitucional y de las leyes políticas; entonces, en una de esas, cabría abrigar la esperanza de que la preocupación por el futuro político se transforme en la fuente de demandas por una política cada vez más responsable de sus promesas; es posible que las preferencias electorales apoyen a los políticos que no solo prometen resultados, sino también a quienes convencen acerca de los medios con que prometen alcanzarlos.
Una ciudadanía preocupada debiera ser una presa menos fácil del populismo que una frívola, indiferente o ingenuamente esperanzada.
La brecha de la desconfianza no ha podido, hasta ahora, ser disminuida por quienes se dedican a la política. Una ciudadanía preocupada de lo público puede ser la primera luz en este túnel. De paso, podríamos soñar con una democracia más participativa e inclusiva, donde cada vez seamos más iguales, igualdad política que la ciudadanía parece calificar como una de las más importantes y añoradas, según nos relata el último estudio del PNUD. Esa igualdad política que constituye la piedra angular de toda arquitectura democrática solo puede cimentarse en una ciudadanía preocupada de lo público. De ser así, el desafío de la política es responder a ella.