Me siento en un pequeño café a mirar pasar la gente. Pido un capuchino, una brioche, un jugo de naranja y le agradezco al dios del tiempo su generosidad por concederme este momento sin premura. Me rodean otros parroquianos parlanchines y sonrientes. Algunos de los que pasan se detienen y conversan con ellos las cosas usuales. Por la calle peatonal circula un flujo variopinto que cruza a distintos ritmos en su caminar. De vez en vez bajo la vista y escribo algunas líneas. Me he propuesto que entre esta columna y el pasar de la calle se produzca algún género de matrimonio virtuoso.
En la mesa al flanco de la entrada un hombre de piel rojiza simplemente se ha sentado a mirar y no entiende la agitación de la gente y así se lo hace saber al dueño —un amigo, sin duda— que se asoma de vez en vez. Yo y el señor rojizo somos los puntos fijos en medio del ajetreo lento, espacioso, pero incesante.
Alguien me calificó en una oportunidad de “no tener calle” y otro señaló que tenía menos calle que las pantuflas del rey Carlos, pero me digo para refutar que se puede tener calle y no estar en la calle. En ella acaece una experiencia deliciosa de lo público: la calle es flexible, democrática, diversa, vital, sorpresiva. Cada calle tiene su figura, su ritmo y su atmósfera. Al estar en ella no puede sino producirse un aprendizaje del otro distinto a cada uno.
En este momento una bandada de niños de colegio atraviesa la calle con su rumor festivo y contagioso. Recuerdos viejos.
Humberto Giannini, en su arqueología de la experiencia cotidiana, reflexiona con sutileza sobre la apertura que ya se verifica en la calle, en parangón con el cosmos doméstico, lugar de recogimiento.
Algo aparece al fondo de la callejuela, el tiempo se suspende, la conversación cesa por unos segundos, las miradas se curvan hacia la alada aparición: una mujer de belleza irradiante avanza dondolante. Grandes poetas han descrito el despuntar grandioso de esta epifanía de la belleza.
La ciudad decae cuando la calle se pierde en el solo ir y venir de la casa al trabajo y deviene el cauce de una multitud hipnotizada.
La luz del sol ha empezado a iluminar el muro ocre de un edificio vecino. Una brisa mueve banderines multicolores y el perfume del café acaricia el cuerpo. ¿Qué es aquello que anuda todo el mundo plurisensorial de la calle más allá de la mirada? Un escritor y poeta francés insta a abandonar la morada y dejarse llevar por la calle porque “aquí también hay dioses”. (El Mercurio)
Pedro Gandolfo