Después de casi ocho meses de intensa campaña, es un alivio que todo termine este domingo. El 3 de mayo fueron inscritas las precandidaturas para las primarias y desde entonces el ambiente electoral no ha cesado de acompañarnos. Demasiado tiempo de exposición para unos candidatos que a estas alturas tienen poco nuevo que aportar.
Así, el 17 de diciembre no solo elegiremos Presidente de la República, sino que también nos sacudiremos -por fin- de una campaña presidencial eterna. El proceso se ha hecho tan largo que incluso los candidatos lucen sin chispa y cabreados de hablar una y otra vez de lo mismo. Los temas centrales quedaron establecidos hace meses y una letanía monocorde sobre las pensiones, la salud, la educación y la delincuencia suena como ruido de fondo en nuestras pantallas, los diarios, la radio, las conversaciones y la sobremesa.
Nada ha podido romper esa inercia. Ni siquiera los cambios de opinión o los zigzagueos -Piñera sobre la gratuidad; Guillier sobre el CAE- consiguieron inyectarle adrenalina a una campaña que en las últimas semanas dejó de lado el drama y lo reemplazó por el tedio.
En el debate del lunes, por ejemplo, se pudo apreciar a unos candidatos agotados. Las novedades fueron casi nulas; las caras, conocidas; las preguntas y las respuestas, repetidas; los énfasis y las metáforas, trillados. Más allá de algún intercambio áspero, poco quedó para masticar y digerir.
Una vía de solución podría ser acortar los plazos de campaña, lo cual reduciría los costos económicos para los candidatos y beneficiaría a los postulantes nuevos y los que tienen menor acceso a fondos, tendiendo a emparejar la cancha. También obligaría a todos a ser más concretos y eficientes en la elaboración de propuestas y mensajes, con el propósito de aprovechar mejor un recurso que se haría más valioso y que hoy es superabundante: el tiempo.
La desventaja podría ser que acortar los plazos eventualmente perjudicaría a las caras nuevas, pues limitaría sus chances de darse a conocer. Sin embargo, esto se aplica solamente a la primera ronda. En la segunda, en cambio, los dos finalistas ya son plenamente reconocibles y han superado una primera valla electoral. Reducir el lapso entre ambas votaciones minimizaría asimismo las posibilidades del intervencionismo del gobierno y forzaría realineamientos rápidos y efectivos.
La experiencia internacional es variada. En Perú transcurren dos meses entre la primera y la segunda ronda; en Francia, el balotaje se realiza apenas dos semanas después de la primera votación. Entre ambos casos se ubican Ecuador (un mes y medio), Argentina (un mes) y Brasil, Colombia y Rusia (tres semanas).
En Chile los plazos electorales se han ido “norteamericanizando”, con una campaña cada vez más prolongada y letárgica cuya extensión resulta desmedida para un país del tamaño y la población del nuestro. (La Tercera)
Juan Ignacio Brito