Primero, cuando una y otra vez alguien dice lo contrario de lo que hace; segundo, cuando una y otra vez alguien insiste en hacer aquello que se ha demostrado que está mal, que es evidente que no resulta, que se prueba que es dañino.
Basta una de las dos situaciones para romper la confianza, para hacerla imposible. Cuando las dos se juntan, el resultado es devastador.
Es la situación de la Presidenta Bachelet.
Los miembros de su equipo asesor -y en particular, su redactor estrella- se empeñaron en que ella invocara la confianza como el trampolín que la pudiera potenciar de 5 en 5 por ciento, hacia un razonable 50 que le permitiera volver a sonreír. La hicieron repetir el concepto una y otra vez, a pesar de que es un mantra en la boca de una no creyente.
Pero recuperar la confianza es una misión imposible, porque Bachelet, su equipo de gobierno, los partidos de su coalición, su programa y sus reformas, están decisivamente desprestigiados.
La Presidenta, a menos de dos años del final de su mandato, carece de las tres condiciones para recomponer las confianzas: de verdad, no quiere hacerlo; la rodean personas que inspiran (y confirman) tantas sospechas; y, finalmente, no le alcanzará el tiempo.
No puede hacerlo simplemente porque no quiere.
No quiere resolver contradicciones tan obvias como hablar de crecimiento y reactivación, mientras mina todos los campos sembrados, haciendo imposible la cosecha e impidiendo la nueva siembra; o incentiva verdaderos intríngulis, como simular un proceso de participación ciudadana mientras tiene ya perfectamente claro el texto constitucional que promoverá, participe quien participe. No quiere tampoco reconocer fracasos obvios en la obra gruesa, supuestamente terminada: insiste en la gratuidad en la educación superior, cuando las voces más autorizadas le dicen que es inconveniente e imposible; y permanece en su silencio sobre La Araucanía, como si su afán por constituir ahí un territorio autónomo la inclinara a pensar que no se trata de una parte constitutiva de Chile, como si ella fuera a inmiscuirse en soberanía extranjera.
Y las personas que la acompañan, ¿qué confianza pueden generar?
Desde fuera del Gobierno hay quienes todavía se mueven en una cierta inercia con Burgos y Valdés, algo así como darles la enésima oportunidad para demostrar que su sensatez es mayor que la suma de las leseras y de maldades que los rodean. Pero ni Eyzaguirre, ni Rincón, ni Gómez, ni Blanco, ni Díaz, ni Delpiano, ni los ministros comunistas (hormiguitas en su trabajo), ni, ni, ni… producen más que reacciones del tipo «ponte en guardia, que ya vienen». Cuando la Presidenta es una ausente tan presente (el peor de los escenarios para un gobernante), sus ministros son el objeto de todas las miradas. Y ya se sabe cómo están siendo evaluados.
Finalmente, el tiempo. Ya no es escaso el que queda; simplemente -a efectos de recuperar las confianzas- se esfumó. A nadie le interesa iniciar tratativas con el propietario que va a ser expropiado, ni con el gerente en trámite de jubilación. La mirada se fijará todavía por un tiempo en esas personas que hoy gobiernan, pero la convicción de que dentro de poco ya no estarán, comenzará a distanciarlas aún más de sus posibles interlocutores. Así será mes a mes, y quedan menos de veintidós.
Políticos, líderes sociales, empresarios, rectores universitarios, todos tendrán de ahora en adelante un ojo puesto en los líderes que pueden llegar; el otro, como de medio lado, lo destinarán al equipo de gobierno. Es lo sensato.
La confianza en el actual gobierno es un imposible.