En una comentada entrevista concedida a El Mercurio el último fin de semana Carlos Peña vuelve sobre la idea de la modernización capitalista -la expresión es suya-, un proceso que Chile experimentó a lo largo de las últimas décadas y que ha configurado nítidamente a la sociedad chilena del siglo 21.
Comprender esta inédita transformación social, acontecida entre nosotros en un plazo relativamente corto, es de la esencia de la política. Errar en esa tarea es un pecado político capital. A juicio del rector es precisamente el que ha cometido la nueva élite que gobierna el país.
Lo principal de la modernización capitalista es la emergencia de una nueva clase constituida por grupos medios, venidos ellos mismos -o sus hijos- de la pobreza. El paso de millones de chilenos desde la exclusión social, que eso es entre otras cosas la pobreza, a la inclusión (sobre todo a través del consumo), es un hecho trascendental que no resiste simplificaciones ni mucho menos la mirada paternalista o voluntarista del que cree comprenderlo desde la altura privilegiada de la pirámide social.
Para Peña ese es el reto más importante que enfrenta hoy la política: interpretar a esos grupos medios que son ahora la mayoría del país, “que no reclaman redentores” y que, en cambio, “requieren políticos responsables que reconozcan su trayectoria vital”.
El problema para la nueva izquierda -una donde al decir de Rafael Gumucio “no hay casi obreros, o empleados, ni menos campesinos, ni nadie que no haya pasado por la universidad”-, es comprender las trayectorias vitales de los hijos predilectos de la modernización capitalista, a la que confunde con el neoliberalismo, que sus líderes gobernantes se habían propuesto reemplazar sin ambages.
A esta confusión conceptual es dable atribuir la honda desconexión que existe entre quienes propugnan la superación del neoliberalismo, supuestamente para beneficio de quienes serían sus víctimas, pero que en realidad han sido los grandes beneficiarios de la modernización capitalista.
Lo primero, la superación del neoliberalismo, implicaría deshacer buena parte del camino avanzado al amparo de la segunda, la modernización capitalista, y sustraería a los grupos medios del consumo que les ha permitido forjar sus trayectorias vitales (casa propia, automóvil, educación universitaria, entre otros bienes que por vez primera se constituyen en patrimonio material y simbólico de amplios contingentes de chilenos).
Reconocer ese extraordinario avance social requiere comprender el valor profundo que la superación de la pobreza tiene para los propios sujetos que la experimentan y también para la sociedad que comparte los frutos del desarrollo con una mayoría creciente de sus integrantes. Cuando se abandona esa oquedad inhumana y se cruza la barrera hacia el goce de la modernidad, los bienes provistos por la sociedad de consumo se constituyen en pilares existenciales del nuevo status y en el combustible de la movilidad social.
Pero si todo esto fuera resultado del neoliberalismo, lo que sea que eso signifique, y no de una modernización capitalista -como la que por lo demás han llevado adelante sin excepción todos los países desarrollados-, entonces se dirá que ha sido a costa de un abuso metódico llevado a cabo por una élite mezquina y cicatera (Carlos Peña dixit), bien sintetizado en la insensata consigna “no fueron 30 pesos, fueron 30 años”, que la izquierda y el progresismo hicieron suyo durante el estallido social. Consecuentemente, los grupos medios han de ser tratados como “clientes de un Techo para Chile” -una aguda metáfora de Carlos Peña- en lugar de lo que son, sujetos y familias que alcanzaron una tímida pero persistente prosperidad que ya dura décadas, y que ven con pavor la posibilidad de perderla al son de los tambores refundacionales.
Conectar con esas multitudes que acuden con afán a los centros comerciales y recorren sin descanso los rincones del país durante sus vacaciones, llenando playas que otrora lucían vacías, pero que a la vez se sienten temerosas de una delincuencia fuera de control y de una economía remolona, es tarea primordial de la política.
La nueva izquierda no lo hizo cuando debía y ahora, con la alta responsabilidad de gobernar, no tiene más alternativa que intentarlo con el apoyo postrero de un Socialismo Democrático que sabe más por viejo que por diablo. Para ello el Gobierno deberá abandonar, si no lo ha hecho ya, la peregrina idea de sepultar el neoliberalismo -sin saber siquiera lo que eso exactamente significa-, que supondría una refundación del sistema económico, interrumpiendo la continuidad de la modernización capitalista, esencialmente reformista, que más temprano que tarde podría llevarnos a las ansiadas alturas de un país desarrollado.
Le quedan tres años para acomodar las piezas sobre la marcha, una tarea de la que pocos gobiernos salen indemnes, pero una cuya realización no es del todo imposible. (El Líbero)
Claudio Hohmann