Luego de su fracaso después que más del 60% de los chilenos rechazó su Constitución refundacional aquel 4 de septiembre, el gobierno de Gabriel Boric quedó por un tiempo paralizado. Su proyecto de modelar la sociedad según su voluntad, siguiendo un plan deliberado para refundar Chile quedó en suspenso.
Desoyendo los llamados a realizar un gobierno de administración, que es la solución que el presidencialismo chileno ha usado históricamente para afrontar la pérdida de la mayoría política, ideó una impostura, que es al final su esencia: intentaría por la vía legal u otras insistir en su proyecto refundacional mientras en el discurso hablaría de “normalizar” el país y de diálogo para sacar adelante algunas de sus reformas emblemáticas como la tributaria y la de pensiones.
Y en eso están. La Comisión presidencial para la Paz y el Entendimiento en La Araucanía no ha podido avanzar, entre otras cosas por la intransigencia de comisionados radicales como Adolfo Millabur y Gloria Callupe que insisten en temas como la auto gobernanza mapuche, cuotas en organismos públicos y entrega de más de 400.000 hectáreas de tierra a comunidades, superficie que ni siquiera está disponible lo que obligaría a expropiaciones o cesiones que, entre otras cosas, ponen en peligro la producción forestal. Vale decir, el proyecto plurinacional que la ciudadanía rechazó.
En un ámbito completamente distinto, la ministra Antonia Orellana anunció primero el envío de un proyecto de aborto libre, para después, ante la inminencia de una derrota, optar por una vía oblicua: envió un decreto reglamentario a la Contraloría que limita la objeción de conciencia en las tres causales de aborto que la ley permite, estableciendo entre otras cosas cuotas para médicos no objetores en las contrataciones de los servicios de salud. El proyecto es un intento de estirar las tres causales más allá del espíritu y el texto de la ley vigente.
Otra. Recientemente, el gobierno ha anunciado un proyecto de ley que crea un nuevo sistema de financiamiento público a la educación superior (FES), suprimiendo el CAE e introduciendo una serie de disposiciones que limitan la autonomía de las universidades, fijan los aranceles para más de 5.000 carreras (imagine nada más la cantidad de errores que se cometerían en esa fijación) y hasta crean un nuevo impuesto al capital humano y la innovación, obligando a todos los profesionales universitarios a pagar un impuesto para financiar los estudios de otros.
La lógica en este proyecto de educación superior es, por lo demás, similar a la que se está tratando de imponer en la reforma previsional, donde serían los trabajadores, a través de parte de su cotización, los que financiarían el aumento de pensiones de los jubilados mediante un “préstamo” o “aporte reembolsable” que durante decenas de años tendrían que hacer al fisco para que éste cumpla sus obligaciones con los pensionados. Una verdadera píldora envenenada que introduce el reparto al sistema de pensiones y que asegura su desfinanciamiento de largo plazo, además de los nefastos efectos de corto plazo que tendría sobre un mercado laboral que vive hoy una emergencia.
Demás está decir que la “normalización” es un slogan más. Criminalidad desbordada y productividad de la economía a la baja. No se avizoran cambios en ninguno de esos frentes. La refundación sigue su ideario, debilitada y con avances parciales, pero ocupa todas las energías del gobierno que comete cada vez más errores en su tarea cotidiana. Sólo una inexplicable debilidad de la oposición puede darle algo de espacio para insistir en sus impopulares proyectos. (El Líbero)
Luis Larraín