¿Qué le ha pasado a la derecha chilena en las dos semanas que, debiendo ser triunfales, se han convertido en una pesadilla infestada por íncubos y espectros? Bueno, le ha pasado lo que pasa en todo el mundo -¡incluso en el Reino Unido!- cuando enfrenta un paisaje electoral complicado: se altera, se enerva y, acaso buscando lo contrario, polariza todo lo que debería moderar. En lo que antes se solía llamar Europa del Este, donde debía luchar contra el pasado soviético, la derecha moderada, “normal”, ha terminado cediendo el terreno a la ultraderecha a punta de puro pavor, y lo mismo ha estado cerca de ocurrir en Austria, Holanda y hasta Francia.
En Italia y Estados Unidos se ha entregado a caudillos populistas y plutócratas, freaks de la política, el espectáculo y la entera existencia humana.
A diferencia de estos desgarrados casos, la derecha chilena atraviesa por uno de los mejores momentos de su historia reciente: tiene al frente a un adversario herido y fragmentado, obtuvo un gran resultado parlamentario, controla una mayoría de las alcaldías y ahora amplió su poder territorial con un sólido repertorio de cores. Mejor aún, los partidos de Chile Vamos no se han enfrentado entre sí -a pesar de que la UDI no abandona su manía identitaria, su adolescencia perpetua- y parecen haber logrado un modus vivendi estable justo cuando sus contrincantes lo han tirado por la ventana.
Es un sarcasmo estridente que para distinguir este panorama haya que quitar de en medio la contienda principal, la presidencial, y sobre todo sacar a su principal problema, que parece ser el propio candidato. Voilà.
Y entonces, ¿es realmente Sebastián Piñera un problema? Lo es, sin duda, en su persistente empeño por meter la pata y su todavía más tenaz deseo de ser perdonado una y otra vez. Lo es también con su historial de negocios, tan parecido al de otras fortunas locales que por eso mismo es polémico, discutible, controversial. Y lo es, si se quiere, en sus dimensiones ansiosas y compulsivas que tanta nerviosidad plantan en el espectador.
Pero Piñera no es un problema en absoluto en lo que significa como representación de la derecha: es moderado, centrista, conservador sólo en cuanto católico y controladamente liberal en su pensamiento económico. Dicho de otro modo, Piñera es la derecha que no hubiese querido Pinochet, o lo que la derecha necesitaba para olvidarse del general. Además, es un temperamento heroico, a la escala que corresponda: en el 2009 quebró el tabú de la derecha minoritaria. Y ahora va por una segunda hazaña: la derecha no sólo elegida, sino además reelegida, una idea que no se había planteado desde Arturo Alessandri, el primer y último caudillo populista de la historia de la derecha chilena.
La novedad es que este año enfrenta un tipo de resistencia que no tuvo el 2009. Hay un antipiñerismo que no se funda en su conducta política, sino en la empresarial, y quizás no sea tan notorio como, por ejemplo, el antifujimorismo en Perú, pero ha adquirido un volumen misterioso, cuya magnitud sólo se conocerá el domingo 17. Piñera ha podido ganar o perder desde el primero hasta el último día de la campaña presidencial, pero si se deja fuera la hojarasca de las encuestas y el decidido sabotaje de José Antonio Kast, su mayor adversidad ha sido ese rechazo oscuro y personalizado.
Debido a esta inesperada rugosidad, Piñera ha tenido que soportar la patronización de quienes fueron sus adversarios en las primarias, Felipe Kast y Manuel José Ossandón, que más que ayudar al candidato parecen interesados en adelantar posiciones para otra competencia presidencial, acaso la de 2022, donde es probable que también quiera llegar el otro Kast, José Antonio, que se apropió de casi un 8% en la primera vuelta. A diferencia del 2009, donde pudo someter a todos sus rivales dentro de la coalición, esta vez Piñera ha debido aguantar un rosario de condiciones, aunque sólo hayan sido propagandísticas.
Es una situación extraña. Desde luego, lo que ocurra con Piñera ese domingo determinará la percepción global de la derecha, pero la presencia que la derecha ha adquirido en las otras esferas de la política tendrá una expresión más prolongada. Será, por los años que vienen, un botín silencioso: quien lo capture tendrá una poderosa plataforma para cualquier proyecto. ¿Cualquiera? Aún no se sabe. Como espejo de la izquierda, también esta derecha tiene varias caras.
Las que hoy presenta en Chile son estas: una centroderecha moderada, cuyos partidos y prohombres apoyan a Sebastián Piñera, aunque carecen de alternativas; el embrión de una derecha liberal, un viejo proyecto incumplido al que siempre le ha faltado densidad intelectual, pensamiento, inteligencia, y que ahora aspira a conducir, con más olfato que marco reflexivo, Felipe Kast; una derecha conservadora y populista, callejera, que se vanagloria de su crudeza pendenciera tanto como lo hace Ossandón, y una ultraderecha regresiva, intolerante y oscurantista, a la que por ramalazos -sobre todo en sus momentos de provocación militarista- se parece mucho José Antonio Kast.
En el 2014, al terminar su primer gobierno, Piñera no había alentado (ni permitido) la emergencia de ningún liderazgo nuevo en Chile Vamos, acaso porque -igual que Bachelet en la centroizquierda- su verdadero proyecto no era alejarse, sino volver, como la mitad del planeta lo sabía. Las cosas son muy distintas esta vez: gane o pierda la contienda presidencial, la derecha tendrá que empezar a decidir quiénes la representarán en los torneos del futuro.
Esto se dice con facilidad, pero no se hace nunca con el tiempo necesario. La única experiencia de selección anticipada de sucesores en todo el siglo XX fue la que practicó el Frente Popular con los tres presidentes que eligió entre 1938 y 1952. Después, nadie. Y en el caso de la derecha, ahora todo dependerá, peligrosamente, de cómo quede en la noche del domingo. (La Tercera)
Ascanio Cavallo