Probablemente los dos temas más presentes en el debate actual en las Ciencias Políticas y
desde luego también desde la opinología politológica son los retos a los que se enfrenta y
desafían a la Democracia. Ello menos motivado por su expansión, fortalecimiento y
desarrollo cómo hace unas décadas cuando junto con un naciente y prometedor proceso de globalización la hacían propia sociedades y naciones que la recuperaban o iniciaban a
tientas procesos democratizadores en espacios que habían conocido sólo autoritarismos de las más diversas estirpes, naturalezas y expresiones, sino, en la actualidad por las
crecientes manifestaciones de debilitamiento, cuestionamientos a su desempeño y
capacidad efectiva de dar marcos adecuados y dinámicos de solución de los problemas
emergentes de la vida contemporánea, tanto los que se arrastran por mucho tiempo cómo
aquellos nuevos que han surgido resultado de los veloces cambios en las formas y maneras de interrelacionarse los individuos y los colectivos de ella.
El cambio radical, sostenido y por sobre todo de perspectiva incierta, de las
transformaciones de las estructuras sociales tanto en la producción y reproducción de
bienes cómo en las subjetividades “superestructurales” -echando mano a un concepto de
tiempos que suenan tan pretéritos- han generado dinámicas e incertidumbres que
claramente tensionan y exigen a las instituciones democráticas de un modo que estas no
logran enfrentar de manera sólida y con perspectiva de fortalecimiento . En ese sentido hay que entender la perspicaz observación de Daniel Innerarity en el sentido que uno de los “muchos defectos de las democracias actuales tienen que ver con la mala calidad del futuro que proyectan”.
Si en los 90 del siglo pasado el proceso esperanzador de Globalización se imbricaba
estructuralmente con el de ampliación y fortalecimiento de las democracias, los síntomas de agotamiento del primero a partir de la crisis del capitalismo iniciado el 2008 iniciaron un tiempo nuevo en que las señales apuntaban a instituciones sobreexigidas, diálogo social empobrecido con fuerza en la dimensión política de él, surgimiento de liderazgos de tono menor y mirada breve con fuerte tendencia a la búsqueda de soluciones fáciles envuelta en lenguaje tosco y promesas vacuas. Incluso las sociedades más avanzadas en su desarrollo comenzaron a no ser ya más capaces de satisfacer los propios estándares que las habían hecho modélicas cómo “sociedades de bienestar”. Se hicieron presente en ellas recortes a bienes y servicios no sólo materiales comenzando a hacer carne la inseguridad y la incertidumbre de grandes sectores sociales.
En este cuadro literalmente “explotan” con gran fuerza dos fenómenos, que si bien no
profundizaremos en este trabajo son, junto con el mencionado declinamiento de la Globalización, causales determinantes de la situación de cuestionamiento a la hegemonía política y cultural de la Democracia cómo forma de convivencia y organización social.
El primero de estos fenómenos es la revitalización de tendencias aislacionista y de
priorización de intereses locales por sobre las posibilidades globales de integración, sus
manifestaciones son variadas, múltiples y de aparente naturaleza distinta. Tienen ellos
sustento en la base material y las posibilidades de desarrollo de cada espacio nacional
-también en aquellos cómo la Unión Europea que muestra grandes tensiones en su búsqueda de conformar una novedosa configuración supraestatal- y también en
emergencias cómo la pandemia del Covid y las huellas que dejó en las diferentes
sociedades.
Estas tendencias encuentran expresión en liderazgos que van desde un Trump en plan de
“hacer nuevamente grande” a EEUU o David Cameron generando un proceso, por razones
subalternas para no decir bastardas que se ha demostrado muy dañoso para Gran Bretaña con el Brexit o Putin agrediendo un país soberano hasta Netanyahu respondiendo una acción terrorista con las armas especulares del irrespeto a las normas del Derecho
Universal humanitario, a ellos que se suman decenas de manifestaciones locales en los
distintos continentes, incluido el nuestro en dónde la grotesca obscenidad del fraude del
gobierno de Venezuela se lleva las palmas.
Este proceso de freno y retroceso del proceso globalizador se inscribe y determina en lo
que hemos dado en llamar un estado de reordenamiento y competencia de las hegemonías globales en dónde las principales potencias, antiguas y emergentes buscan asentar espacios de influencia, preeminencia y no en último término de dominio. Como
prácticamente todos los fenómenos globales en curso se trata de situaciones en que lo
determinante y lo que lo define son equilibrios precarios, inciertos y de resultado abierto.
El segundo es aún de más largo alcance y dónde sus consecuencias son en rigor
impredecibles por la incidencia que tendrán en el modo y manera de organización y
convivencia de las sociedades humanas.
Estamos hablando de las nuevas maneras de comunicación entre los individuos, de estos
con las sociedades en que viven, -concepto, por lo demás, en el que se difumina el valor y
el sentido de la localización territorial física y por lo tanto transforma y desagrega la
pertenencia espacial común para ser parte de esa sociedad – y de éstas con sus integrantes y con otras organizaciones colectivas de similar naturaleza.
Hay en esta transformación en curso y cómo decíamos de impredecibles derivas y
consecuencias una -muy mutatis mutandi- analogía con la invención de la imprenta por el
orfebre de Maguncia Johannes Gutenberg a mediados del siglo XV. Ella transformó el modo de comunicar y difundir el pensamiento, lo sacó de modo ineludible del dominio de los que monopolizaban y también lo generaban en claustros endogámicos de una sola fe y desató una dinámica que pasó por fenómenos que fueron desde las revoluciones campesinas hasta la división de la Iglesia, desde la ilustración enciclopedista que puso la razón cómo piso básico de la inteligencia y la inteligibilidad de los fenómenos humanos y naturales hasta lo que dio en llamarse desde la revolución francesa la “opinión pública” e inició la andadura de la democracia moderna
La democracia, su presencia, su estatura cómo propuesta, aspiración pero también y por
sobre todo cómo estado de cosas de la convivencia social dio a partir del inicio del proceso
globalizador un “salto cualitativo” en el sentido hegeliano.
Es posible sostener que el fin de los llamados socialismos reales fue al mismo tiempo el
cierre de un periodo en que la democracia era una de las opciones en liza como forma de
organización de la sociedad y se constituyó en piedra de toque que define el compromiso
con los bienes de la civilización moderna o con el debilitamiento, relativización o negación
de ellos. Es decir con la afirmación de las libertades individuales, de la igualdad sustantiva
en la sociedad, la seguridad jurídica y social y desde luego y primero que todo los Derechos Humanos versus la negación abierta o vía “contextualización histórica” de ellos
Es necesario en este contexto tener en cuenta que la “hegemonía cultural” de la democracia (liberal es el adjetivo que se ha naturalizado cómo característica de la que se ha consolidado en las sociedades más avanzadas) cómo forma, sistema o estado de cosas deseable por sobre los otros en las sociedades modernas es una aspiración relativamente
reciente. Si bien sus raíces y origen se sitúan en la Antigüedad y la palabra ha disfrutado de “buena prensa” en el lenguaje político hijo de la Ilustración, las más de las veces su uso o prospectiva han requerido de un “apellido” que lo precisa y distingue de otras propuestas que se atribuyen la denominación.
Las dos propuestas políticas centrales de la primera mitad del siglo XX -especialmente en la Europa Continental- consideraban a la Democracia como un estado inadecuado e
ineficiente de la Organización Política del Estado para resolver los problemas sociales y del
desarrollo de las sociedades en disputa. Por un lado lo fue la Dictadura del Proletariado,
que encuentra su origen conceptual en la carta de Marx a Weidemeyer en marzo de 1852 y la otra la organización vertical bajo la égida algo mística del Führer, el Duce o el Caudillo.
Ambas se entendían como alternativas radicalmente encontradas y contradictorias. En la
perspectiva del tiempo es innegable que se trataba de vástagos de un mismo “Zeitgeist”. En ambos el rechazo a lo que ahora llamamos democracia liberal era un elemento central de su propuesta e identidad.
Pero al menos desde la segunda mitad del siglo XX y muy especialmente desde los 90 de
esa centuria se entiende la Democracia cómo la consolidación menos de un sistema político y de organización del Estado y mucho más, en el lenguaje de Norberto Bobbio, de un avance civilizatorio que no es un mero instrumento para la obtención de objetivos de grupos determinados, sino un estado de cosas que permite un nivel más adelantado y global de convivencia social.
El desarrollo tanto de las fuerzas productivas, la interrelación entre los individuos, las
limitaciones objetivas de los estados nacionales para solucionar problemas globales que los superan en sus capacidades singulares -el calentamiento global es un ejemplo
paradigmático- y desde luego avances y transformaciones en el nivel de conciencia
colectiva han situado a la democracia cómo el punto de quiebre, el parteaguas de las
opciones culturales, políticas y de ejercicio y conquista del poder en las sociedades
contemporáneas.
No se trata de superar el rol de las clases y los grupos sociales o de interés en las
sociedades, más allá que las formas y maneras tradicionales que la ciencia y las ideologías políticas las describieron desde fines del siglo XVIII en adelante que, desde luego, han tendido a transformarse cuándo no a difuminarse, sino afirmar que han dejado de ser el “clivaje” definitorio de la contradicción social o la principal de ellas.
Esa “contradicción fundamental” es en este periodo histórico aquella que define la
adscripción, compromiso y pertenencia a la democracia entendida cómo el espacio de la
libertad individual por antonomasia junto con ser el marco dinámico de la búsqueda de
conformación, procura y goce de lo colectivo, la afirmación de los Derechos Humanos, en
tanto concepto y valor dinámico y progresivo, cómo esencia sustantiva, e instituciones que se sustentan y son generadas desde la soberanía ciudadana, es decir, en tanto avance
civilizatorio. Estamos frente a no un escenario, sino a una esencia y naturaleza
cualitativamente distinta de la construcción, la praxis y la concepción de la sociedad y por
ello frente a la configuración de las opciones y posicionamientos culturales, sociales y
políticos.
Ello vale tanto en la sociedades nacionales cómo en los objetivos y alianzas en el proceso
de reconfiguración del orden internacional en curso.
En el actual escenario global en dónde la confrontación entre opciones que afirman la
democracia en los términos descritos y quienes están por su relativización o negación
simple es el punto de inflexión y quiebre en que se define el marco, los márgenes, los límites y los contenidos de la sociedad a la que se aspira, es, por sobre toda otra condición, material, social, cultural o ideológica, el momento que marca pertenencia, identidad y opción.
La forma y la manera cómo ha de resolverse la disputa entre la propuesta democrática y
las de naturaleza autoritaria en sus más diversas expresiones marcarán, sin duda, el
próximo periodo largo de los tiempos en curso. (Red NP)
Osvaldo Puccio H
Universidad SEK