Son malos tiempos para la confianza. La misma semana que nos enteramos de adulteración en las estadísticas de inflación, leo una encuesta elaborada por la Universidad del Desarrollo. El resultado es desolador: 81% cree que las instituciones del país están en crisis. Nadie ha salido a criticar ni ha puesto en duda el resultado; más bien, creo que la mayor parte de los ciudadanos se ha sentido interpretada. Es que, francamente, resulta difícil defender la solidez de instituciones cuando junto al trance del INE, vemos fiscales y contralores enfrentados en grescas impresentables, jueces y generales formalizados, narcos con escolta policial y, en el Congreso, diputados enfrentando periodistas literalmente a patadas. ¿Qué nos está pasando?
Las encuestas son opiniones, creencias. Las personas no saben en qué medida las instituciones de la República están (o no) funcionando adecuadamente. Es más bien la expresión de sentimientos, rabia, vergüenza, por fallas en organizaciones en las que se ha depositado mucha confianza. Y, ante todo, es miedo. Miedo, porque la gente intuye que, si las instituciones dejan de funcionar, sobreviene el caos, el abuso, finalmente la miseria. Es la tesis que Acemoglu y Robinson presentaron magistralmente en “Por qué fracasan los países” (2012). Los países exitosos, dicen ellos, son aquellos que tienen instituciones sólidas e inclusivas. La evidencia a favor de esta tesis es abrumadora, y los ciudadanos parecen compartirla.
La insatisfacción con nuestras instituciones viene de largo tiempo, mucho antes de los descalabros actuales. Lo vienen mostrando las encuestas desde hace al menos una década. Pero hay algo nuevo en estos episodios. La crítica histórica a las instituciones chilenas había sido su falta de inclusión (Acemoglu lo hizo notar en su visita al CEP en 2010). El sistema de justicia, por ejemplo, ha sido ásperamente evaluado, pero la crítica siempre fue no tratar a todos con la misma vara. Lo nuevo, y atemorizante, es que por primera vez se está empezando a dudar de su integridad. La sospecha es que ahí, como en otras instituciones, se ha instalado una elite que lo ha capturado, lo controla, y se dedica a extraer beneficios para sí misma.
La democracia, para poder funcionar, requiere algún nivel mínimo de confianza social. No postulo que estemos ni remotamente cerca de ese límite; pero, nos estamos moviendo en esa dirección. Existe evidencia empírica que asocia el deterioro de la confianza en las instituciones, con formas “no convencionales” de participación política tales como protestas, tomas y en general violencia social (Kotze, García-Rivero, 2016).
No estamos ante una disyuntiva de derechas o izquierdas; si esto no se detiene, en esta demolición las elites gobernantes, todas, serán desplazadas (ya está ocurriendo). Entonces, lo sabemos, el populismo hará lo suyo y la democracia se convertirá en utopía. (La Tercera)
Roberto Mendez