Para el crítico de arte Justo Pastor Mellado no pasó inadvertido el hecho que el director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC), Carlos Huneeus calificara al ex ministro y lobista Enrique Correa como el «Karadima de la política chilena», que lo comparara con el personaje de la novela «El Impostor» de Javier Cercas, y que lo describiera como alguien que carga con una biografía que se «condice con sus actos» y que se mueve como un solitario en busca de poder, influencia «y también plata».
Y es que las declaraciones de Hunneus en una entrevista concedida a la Revista Caras, le hicieron sentido a propósito del rol que jugó Correa para instalar al ex ministro del Interior Rodrigo Peñailillo con un cargo en la oficina de Chile de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), luego de su bullada salida del gobierno en medio de cuestionamintos por su rol en la precampaña de Michelle Bachelet y su vinculación al Caso SQM.
En una columna publicada este jueves en La Segunda, Pastor dice que el asunto «me ha hecho pensar en el respeto que la clase política representada por Correa le tiene a Flacso, como lugar mítico de la ‘investigación’ alternativa, hoy subordinada a la industria de insumos para la gobernabilidad. La gloria de esta institución, que en su momento cobijó a Moulián, a Garretón, a Brunner, ha sido convertida por Correa en retaguardia para la recuperación de ‘combatientes cansados’. La construcción intelectual de las redes de influencia forma parte del trabajo ‘abierto’ de Correa, mientras que la producción de disponibilidad a través de instituciones destinadas a la compensación instala un trabajo ‘hacia adentro’, que genera compromisos y lealtades de área chica».
«El operador político caído en desgracia convierte su salida del gobierno en un ‘exilio interno’, destinado a cumplir funciones en una unidad de estudios forzada por el modelo de la retaguardia partidaria», agrega.
Y luego el intelectual subraya: «La peñailillización de Flacso es un acto punitivo contra la soberbia atribuida a intelectuales de esa élite contemporánea de Correa, respecto de la cual no había expresado todavía un gesto de desconsideración pública. Hay que hacer la historia del regreso de Correa durante la dictadura. Establece relaciones con investigadores que durante la UP no jugaron roles eminentes y a quienes se encuentra en posesión de una visibilidad que augura carreras políticas en la próxima democracia. Correa les pasó por encima. De esto, no puede haber historia. Sus amigos del MAPU no se lo pueden permitir. Ni él tampoco».
Sobre este punto precisa que «las historias partidarias y pospartidarias sólo tienen validez en versión oral, disponibles para el olvido y el retoque. Por eso, no hay libros. A menos que hayan sido editados para producir confusión y enmascarar, para que sea ‘poco posible’ reconstruir una historia partidaria. No debe haber historia de los «secretos de familia». La historia del MAPU no se confunde con la biografía de Correa, sino que la una no puede ir sin la otra, en la factura de impostura como política de verbo».
«Así se entiende la mención de Carlos Huneeus a la novela de Javier Cercas, El impostor. El leninismo literario ha enseñado que la biografía la escribe el partido. Algo que ya sostuvo Jorge Semprún en Autobiografía de Federico Sánchez. Algunos de los próceres flacsianos de aquella época detestaban a Semprún porque lo acusaban de ‘hacer públicas’ las internas de la vida partidaria. A su juicio, esas no eran las cuestiones que estaban a la orden del día. Nunca lo estarán, por cierto. En el momento que Semprún escribía este libro, Correa hacía muchos viajes construyendo redes para la «preparación del regreso». En un exilio tan largo, la historia de sus internas con sus compañeros acarrea complejidades sobre cuyo conocimiento existe un pacto de silencio, acorde con la envergadura de las amenazas simbólicas que sostienen la consistencia duradera de una generación».
Finalmente sostiene que «por eso Correa es el gran «héroe» de la política chilena; el rastacuero que no yerra al hacer el trabajo que se espera de todo «mediero» en el modelo oligarca de la hacienda. No es el dinero. Es el placer corto del ascenso social y el goce largo de la perversión del lenguaje, por la que dicho ascenso es habilitado.
Es aquí donde la comparación de Carlos Huneeus adquiere el estatuto de una verdadera ruptura en el discurso, porque logra cobijar bajo un mismo nombre, Karadima, la figura del abuso sexual como un modelo de abuso político primordial, en un país en que el concepto que se tiene de la relación política está dominado por la lucha contra el fantasma de la sodomía».